lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN:OSCAR RESTREPO BAENA

UNA VUELTA POR LA CÉSPEDES
Oscar Jaime Restrepo B.

Suelo ir a Belén con mucha frecuencia y aunque no vivo allí sigo perteneciendo al barrio, por lo menos así lo siento. Creo que uno es de donde quiere ser y no importa si vive en otro sitio, mientras por su cabeza se crucen imágenes que lo amarren a ese espacio en el que están referenciados muchos momentos de vida.
Por mi mente cruzan con frecuencia imágenes sin tiempo, pero con lugar y muchas de ellas se refieren a los sitios en los que jugué de local, en los que me sentía propio y hasta propietario, aunque no tuviera nada contable o atesorable; en verdad, puros espacios por los que estaba dispuesto a pelear y a defender por encima de otras cosas que tal vez si fueran tangibles. Estoy hablando de las calles del barrio Granada y sus geografías, La Cuadra y mi Casa, la Canalización, el San Juan Bosco, el Bar Coba, el Puerto Granada, la Tienda de don Guillermo, La Selva de Tarzán y hasta la Casa de doña Ligia. Algo similar sucedía con los sitios cercanos, el Parque de Belén, la Unidad Deportiva, las calles de San Bernardo y por supuesto la Céspedes.
La Escuela Juan María Céspedes era el espacio natural donde estudiábamos los “pelaos” que vivíamos en el Belén de los 70´s. Opciones había, pero la Céspedes era inigualable. Y no estoy hablando de nivel académico, estrato social o consideraciones especiales de formación, simplemente era la escuela pública que nos iba a recibir y de la que aspirábamos egresar, tal como lo habían hecho los “grandes” del barrio. En la Céspedes había fiestas y paseos, pero también tareas y si nos iba bien, al terminar quinto podíamos pasar al Marco Fidel o al Liceo Antioqueño. En la Escuela íbamos a encontrar eso y mucho más.
Entrar a la Escuela Juan María Céspedes era adquirir un estatus que daba orgullo y cuando a uno le preguntaban dónde estudiaba, levantaba la cabeza y lo decía duro, “en la Céspedes”. Hoy después de tantos años, me pregunto cual sería la razón y lo que más me suena es que la escuela tenía el mejor equipo de fútbol escolar y año tras año disputaba las finales en los campeonatos de la ciudad. No lo sé, tal vez esté escribiendo con nostalgia, pero no encuentro otra explicación, pues las escuelas del barrio en aquella época no se diferenciaban mucho entre ellas.
Cuando entrábamos a la escuela lo recibía don Diego, el rector, un personaje singular, quien era al mismo tiempo una mezcla de maestro estricto y bacán de barrio (creo que era de La Loma). Sobre él recaía la disciplina y la organización de la escuela y todos los maestros le debían respeto, pues él lo tenía bien ganado. Don Diego organizaba las fiestas y participaba en ellas, definía las actividades académicas y coordinaba los cursos, daba felicitaciones y no se perdía partido de fútbol, pero no le faltó nunca autoridad para el control y caer en sus manos era un verdadero suplicio, ya que sus castigos eran famosos; todos sentíamos temor de ser reportados a la rectoría, porque ello significaba tener que firmar el libro de disciplina y esa era la peor falta que se podía cometer.
La disciplina de la Céspedes, supongo, no era muy distinta a la que existía por aquella época en las otras escuelas públicas de los barrios de clase media. Allí estaban las profesoras estrictas (“La Señorita” era la manera de dirigirnos a ellas), siempre pendientes de garantizar el silencio y de evitar cualquier conato de insurrección, sobre todo de los más pequeños; los profesores charlatanes y los solapados, estos últimos muy serios con los colegas y padres de familia y muy relajados en el salón de clase; con ellos aprendimos los primeros chistes de “alto calibre” y también a poner apodos que hoy en día todavía nos hacen sonrojar, aunque también mucho nos quedó de Historia y Ciencias Naturales; todo hay que decirlo.
De los profesores recuerdo a, doña Olga, doña Leticia, don Jairo, doña Ligia, don Nolasco, doña Cecilia, doña Amparo, don Hernando, don Norberto, doña Cita, John Jairo, doña Dora, don Mario y muchos más; entre ellos había de todo, desde la señora muy respetable, cuyos hijos eran nuestros compañeros, hasta el recién graduado que hacía sus primeras experiencias docentes con nosotros; el homosexual no declarado que de vez en cuando dejaba entrever sus tendencias y el fanático religioso que trataba de adoctrinarnos en sus creencias; la “Señorita” de tercero, elegante y dulce y el gordo de cuarto que usaba el mismo vestido meses enteros y dejaba su halo inolvidable a su paso. También había allí otros personajes como El Loco, entrenador de la selección de fútbol, árbitro de micro, reparador de edificios, guardián de exámenes, en fin, todo lo que se requiriera, un personaje extraño y oscuro, quien nos generaba temor, mas no respeto. Nunca supimos por qué estaba allí o quién le pagaba, ni cómo se llamaba; creo que esas preguntas nunca las hicimos.
Cuando hago memoria de la Escuela Céspedes no puedo dejar de pensar en las calles del barrio que tenía que recorrer para ir a estudiar, las travesías por Granada para salir al parque, los caminos secretos de Patuca y los recovecos de Miravalle. La ubicación de las tiendas que vendían objetos raros para mostrar a los compañeros o la última construcción donde se iba a ubicar un nuevo almacén. A veces ir a la escuela era ya un paseo porque siempre era posible ir en busca de algo nuevo en un Belén que se trasformaba más rápido de lo que éramos capaces de procesar. Por eso sentíamos cierta lástima, y no envidia, por los compañeros que vivían frente a la escuela y no tenían que levantarse temprano o que incluso, durante el descanso, podían ir a la casa a tomar la media-mañana.
En aquellos años los alumnos de Belén no nos diferenciábamos entre ricos y pobres, éramos los de la Céspedes y los de otras escuelas, no del barrio donde vivíamos. En el día a día aprendíamos a convivir y a compartir y por eso cuando fuimos al bachillerato fue fácil la integración. Tal vez lo que ahora se añora era el carácter masculino que tuvo la escuela durante muchos años, pues las niñas estudiaban en la Rosalía Suárez. Fue quizás en el año 78 cuando se recibieron las primeras niñas en la Céspedes y entraron a quinto de primaria. Debió ser muy difícil para ellas ser las pioneras, pues nadie más cruel que aquellos niños de entonces que perdieron su carácter exclusivo; muchos de ellos no perdonaron sus bromas y travesuras hacia aquellas niñas que se atrevieron a ser las primeras.
Fue en la escuela Céspedes donde aprendimos a valorar la geografía de nuestro barrio. Allí nos contaron que existía una biblioteca y que la podíamos visitar y disfrutar, porque nos pertenecía. Con los compañeros de clase fuimos a cine al teatro Mariscal, sin que nuestras madres se asustaran o nos cuestionaran. La clase de educación física nos enseñó a disfrutar la piscina de la Unidad Deportiva y de paso, ésta se nos volvió un punto de encuentro durante los fines de semana o las vacaciones. Por la escuela conocimos el Centro de Salud, donde nos enseñaron a cuidar los dientes y nos vacunaron. También conocimos la Iglesia de las Vacas en Altavista, El Cerro del Padre Manyanet y los Tres Morros, las mangas del Rodeo y el circo que llegaba a Las Playas y por supuesto, El Desierto, la gran cancha de fútbol donde años después se construyó una urbanización.
Estudiar en la Céspedes era algo más que ir a sentarse en los salones de clase y aprender muchas cosas, conocer mucha gente y disfrutar muchos sitios; era también conocer personajes ligados a la entrada y salida de la escuela como El Paisa aquel vendedor de cachivaches que se recorría toda la ciudad en una bicicleta llenando las ilusiones de coleccionistas principiantes; El Loquillo, vendedor de mangos que con una carretilla llena de mangos biches, agua de dudosa procedencia y sal grumosa y húmeda se paraba en una de las esquinas del parque de Belén tratando de captar la clientela de la Rosalía, la Céspedes y los visitantes ocasionales de aquel sitio.
Todos esperábamos con mucha ilusión las fiestas de la Céspedes, porque no sólo era una semana sin clases, sino porque también incluían el paseo, el sancocho y, por supuesto, los concursos con su respectiva recompensa. La vara de premios llegó a ser el más esperado por todos, incluso llegaban personas ajenas a la escuela a tratar de conquistarla. Se trataba de una vara de bambú de unos cinco metros de largo que se embadurnaba con varias capas de grasa automotriz y cuyo premio consistía en una sorpresa amarrada en lo más alto. Las filas para acceder a una oportunidad eran de hasta tres cuadras alrededor y nadie se molestaba por ello, simplemente se intentaba subir hasta donde se podía y el cansancio permitía; finalmente, después de toda una mañana de intentos, los héroes dispuestos a conseguir el premio mayor persistían e insistían con rabia y mucho sudor; quien lo conseguía se volvía el centro de atracción y objeto de todas las miradas. Era el personaje más importante de las fiestas y su mayor reto era repetir al año siguiente. Casi siempre la vara de premios coincidía con el sancocho, una especie de ritual donde cada salón cocinaba su propio almuerzo con los aportes de los miembros del grupo. No tengo idea de donde provenía la carne, pero estoy seguro de que nunca faltó.
Fue también en las fiestas de la Céspedes donde por primera vez participé en una carrera de encostalados, comí cofio y vendí minisigüí. Si me lo preguntan no sabría describir a que sabe el cofio, han pasado más de treinta años de todo aquello, pero creo que si hoy me tocara identificarlo lo podría hacer sin dudarlo. En la escuela hice mi primer negocio cambiando bolas de cristal, por caramelos de chocolatina y fui juez en una carrera de cucharas en la boca. En las fiestas de la Céspedes me lancé a cantar en público y puedo asegurar que a los ocho años uno nunca hace el ridículo, así se le olvide la letra de una canción tan simple como “Yo solo quiero” de Roberto Carlos. Mis primeros recuerdos de un Mundial de fútbol están asociados a la escuela y no precisamente por el deporte, sino mas bien por el álbum de caramelos, al cual también le debo alguno de mis más dolorosos castigos maternos, por quedarme negociando figuras hasta “altas horas de la madrugada” (léase ocho de la noche).
Las fiestas de la escuela Céspedes siempre estuvieron acompañadas por el paseo, una especie de escapada de la casa, acolitada por los profesores. Y digo escapada porque ese día las reglas de comportamiento eran otras muy distintas a las de todos los días. En el paseo se gritaba y se cantaba, se hacían bromas y hasta se comía. Allí las “Señoritas” aunque nos cuidaban y estaban pendientes de nosotros, se reían y además se vestían diferente, con lo cual las veíamos más cercanas, aunque sólo fuera por un día. Los destinos eran muy variados, Comfama de La Estrella, Comfama de Rionegro, Comfama de Girardota, pero para nosotros aquello era como ir al cielo.
No se que pasó con la escuela Céspedes: Hoy la miro desde afuera con nostalgia, pero la reconozco como uno de los lugares de referencia de este barrio que sigue siendo el mío aunque no viva en él.

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