viernes, 6 de junio de 2014

LA HERENCIA. Luis Ernesto Perez O.


Notas del Belén Antiguo

LA HERENCIA

 LUIS ERNESTO PÉREZ OSORNO

En aquella tarde, diferente a las demás, se había despedido más temprano el sol.
Transeúnte cerca del puente de San Bernardo, iba con mis hermanos menores y dos de mis sobrinos pequeños a quienes, juguetones e inquietos, les agradaba dar paseos conmigo, pues se divertían, corrían, conocían nuevos senderos de la ciudad, vivían sus propias historias, cantaban, preguntaban, discutían, querían helados, descalzarse, subirse a los árboles, bajar a las quebradas, brincar ese muro, perseguir una vaca, coger esos mangos y esas pomas, pasar por los alambrados, pescar corronchos, coger sapos, elevar cometas, llevar ramitos de flores a la mamá, oler las hojas de cachivache, en fin, todo, menos descansar o suspender, por un minuto ¡Uff! la cháchara, la preguntadera, la gritadera, la peleadera o, ¡por favor!,¡ la brincadera  y la pedidera!

Algunas veces, se presentaban algunos pequeños incidentes, como aquel domingo, en el Zoológico, a donde los había llevado a ver y a conocer animales exóticos, aves raras, leones, tigres; a la famosa Agripina y a la elefante que días antes había bautizado Pacheco. Pero toda esta tentación infantil fue fútil ante el parque de juegos mecánicos situado justo al frente de la entrada y a la entera disposición de los incansables. La rueda, el carrusel, el columpio, el tobogán, las paralelas, hicieron caso omiso de mis ruegos para que ingresáramos al Zoológico y rendido finalmente ante la evidencia de sus verdaderos deseos, permití que desplegaran todo su potencial y gastaran la energía que les encendía las mejillas y les brotaba en las frentes como un rocío de su inagotable sudor. De pronto: ¡gritos y llantos! El más inquieto y el más acróbata, se subió al carrusel colgado del poste central y el ineludible movimiento le aprisionó la camisita, enredándose en ella y dejándolo sin defensas y con algunos trozos de piel engullidas por la máquina.

Esa tarde, al pasar el puente, delante de la finca de Don Quico Molina, escuchamos un disparo y cercano un zumbido...
-¡Agáchense, tírense al suelo! fueron las palabras que oía que salían de mi boca y los niños, asustados, se resguardaron bajo la baranda del puente. Lentamente miré lo que sucedía y logré avistar una figura delgada, con sombrero campesino blanco y una escopeta en las manos aún humeante como su boca de la que todavía salían palabras de fuego dirigidas contra alguien que en la parte posterior de la finca pretendía robarse algunos mangos.
Ese señor era un personaje muy conocido en el Belén de nuestra infancia. Dueño con su familia de gran parte de las tierras del lado occidental de Medellín, tan grande era la propiedad que, según se decía por entonces, iba desde el puente de San Juan, por Arrabal y Conquistadores hacia la Bolivariana (mi padre decía que los terrenos de esta universidad fueron vendidos por don Quico), Rosales, La Alameda, el Parque, Tenche, Barrio Granada, Barrio Medina, San Bernardo, Altavista y un largo y extenso etcétera. Tan conocida era su fama de ricachón como la de avaro, cicatero y ruin, que tan acucioso disparaba contra un joven asaltante de mangos. Algunas veces lo vi en la Plaza de Belén y en algunas de las caminatas por las viejas calles del Barrio. Su traje campesino pero sustancialmente mezquino y pobrete, lucía los indicios de la dejadez y descuido. Pantalones de tela de dril ordinario que alguna vez fueran blancos, se sostenían a la cintura por una apretada cabuya y la bota le llegaba hasta antes de los tobillos, dejando visibles los mugrosos y desnudos pies, cubiertos por unas alpargatas de arriero que alguna vez tuvieron mejor vida. La camisa, mangas cortas, cuello apretado a la garganta, con algunos ojales huérfanos de botones y de un blanco sin definir, pues los calores y el sudor de muchos días la tiñeron de cierto ocre por los lados. Sombrero blanco de fique, tipo aguadeño, con alas ajadas y rendijas por las que pasaba el sol. Colgado en el hombro izquierdo un viejo carriel despelucado, medio abierto. ¡Quién pudiera contarnos qué contenía! Su arca santa era inviolable. Nadie por allí inquiría ni oliscaba y menos metía la mano. Era celoso con sus pertenencias. Las manos, como dos guardias, mantenían la vigilancia y pocas veces se separaban de donde parecía estar su tesoro. Dedos largos, uñas de medio luto permanente. Manos dispuestas a abrirse para recibir y apretadas para dar, dejaban adivinar el aspecto de la piel, bronce antiguo requemado, con vellos y venas que serpenteaban palpitantes. Y toda esta indumentaria apenas escondía su rostro, que por cualquiera razón, no era el de quien se supone que debería llevarla. ¡Qué contraste! De su cara no salía mezquindad. Esta manaba de su corazón. De los ojos se escapaban moneditas brillantes de pícaro vivaz, infantiles. Boca menuda, desmenuzaba sonrisas cortas y frecuentes. La piel guardaba algunos secretos ancianos pero se sonrojaba a la luz del sol. De palabra fácil, el saludo se seguía de “mijito” que decía a todos. Por nada o por muy poco, la mirada, la sonrisa y la palabra tornábanse por las de un arriero de Sopetrán y su descarga iracunda le hacía blandir el zurriago a diestro y siniestro alejando de sí a quienes pudieran molestarlo, del mismo modo como, con su escopeta, ponía en fuga a los que quisieran arrebatarle lo que era suyo.

Madrugador, solían verlo los noctívagos y los trabajadores tempraneros en el café de la esquina diagonal a la Iglesia, saludando a algunos parroquianos a los que extendía la mano para pedirles los diez centavos que costaba el tinto. Algunos ya le conocían las mañas y se lo ofrecían y pagaban sin que se los pidiera. Otros sentían vergüenza y se apenaban del mezquino ahora avariento ricachón.

Una mañana fría de abril iba acompañando a mi padre por las calles del parque de Belén y vimos cómo, con su menudo cuerpo y andar liviano se nos acercaba con la frente fresca y ojitos bailadores y el esbozo de una sonrisa que más que de dar era de pedir. Y, en efecto, casi pasando por encima del “buenos días”, los dedos alargados se acercaron con finos temblores y nos señaló la esquina en donde los madrugadores solían iniciar el día con la tibia caricia de un tinto y en donde también deleitaban su mañanear con buñuelos y, recién horneados, panes, pandequesos, tostadas, bizcochos y arepas y papas rellenas. Y en donde ya, como en un pequeño mundo, se comenzaban las conversaciones de los grandes temas locales: el último sermón del padre Cadavid y las andanadas del párroco contra el Teatro Mariscal con maldición a bordo y contra las malas costumbres de las mujeres de aquellos días, que, acompañadas con sus novios, pasaban la misa charlando en el atrio o iban con los abominables pantalones a media pierna o con la manga de la blusa muy corta o las faldas muy ceñidas. La plaza se iba calentando desde esta esquina. Hacia allá nos dirigimos con nuestro convidado y su hablar menudito, como midiendo y contando las palabras que se le salían, expresaba un cierto dejo de cansancio que no ocultaba aun cuando mandaba, ordenaba y exigía con el decir y el dedo índice apuntador. Sin esperar demasiado, pasaron por su boca rápidamente y con fruición, varios buñuelos, pedazos de salchichón y dos tazas de chocolate espumoso y oliente. Los labios ocultaron los precarios dientes, y por ocasiones asaltaba la harinosa presa como si se tratase de un trozo de chicharrón al que quisiese desnudar pronto con su único canino. La mano derecha acariciaba la panza como midiendo la satisfacción y la sonrisa pedidora cumplía su cometido. Era entonces cuando entrado en calor, las palabras confesaban sus carencias. Su noche había sido corta porque los fantasmas y los demonios llenaron su cama de piedras y el perro se había meado en la manta y los ruidos desde la quebrada le espantaron el sueño y dos o tres veces tuvo que levantarse con la escopeta y con palabrotas a poner en fuga a los invasores de su predio. Ya era costumbre y, guardián de su heredad, celaba y vigilaba sin descanso y en los ojos se delataba la fatiga de noches sin reposo y el mirar del ojo izquierdo se opacaba mientras el otro parpadeaba incesante e incansable. La mano derecha seguía acariciando la barriga y el carriel que tampoco esta vez iba a abrirse. En el bolsillo de la camisa, llevaba con cierto cuidado varios empaques vacíos de cigarrillos Dandy y Pielroja con el forro de papel de estaño que coleccionaba del suelo y con los que pagaba las ocasionales visitas donde “Ñato” el peluquero, que cobraba su trabajo a diez centavos con 30 empaques o a veinte sin ellos. Su rostro palideció, el gesto se endureció y las palabras se prepararon para salir insultantes, al acercársenos un mendigo que sabía de la generosidad de mi padre y burlaba sordamente los improperios del invitado que mejoró el talante al alejarse el intruso.

Me intrigaba la insistencia en posar la mano ritualmente sobre el arca de escasos pelos. En un momento observé por alguno de los pequeños bolsillos, guardados, unos papelitos de la lotería ya ajados y ennegrecidos. Quise preguntarle sobre ellos, pero no me salían las palabras y quizá mi atrevimiento pudiera hacer saltar la furia del zurriago que amenazante reposaba sobre el muslo izquierdo. De pronto, sonaron las campanas de la Iglesia que invitaban a la misa de seis, la de las Hijas de María y de la Acción Católica y a la que asistían algunos trasnochados a ocupar las largas bancas de madera y dormir algunos ratos con la seguridad que les brindaba el templo, el arrullo de los rezos de las beatas y el tibio calor de las velas rogativas que se encendían temprano. Don Quico era ferviente seguidor de esta devoción y casi sin despedirse, se le oyó un “Dios le pague mijito” y desapareció entre las negras vestiduras de las rezanderas y los feligreses con los cuales corría a competir por su banca preferida.

Muy pronto se hizo amigo del padre Duque, el párroco. Sucedió una de esas mañanas, pero en esta ocasión, creyó encontrar un mejor solaz en el confesionario y lo encontró tan muelle y tan tibio que quedó tan dormido como pocas veces lo había hecho en las bancas. De pronto, despertado bruscamente por la voz del cura, pudo entonces darse cuenta que tanto él como el confesor habían compartido, este sentado, el otro arrodillado, del mismo lecho y del mismo sueño. Fue una amistad que surgió de la complicidad y que se sustentó con algunas dádivas de Don Quico, que arañando su mentón, oía los sermones del cura desde el púlpito recordando el paso del camello por el ojo de una aguja y el subsiguiente temor a las llamas eternas de los infiernos y a los tormentos que esperaban a los que se negaban a darle la limosna y los sagrados diezmos a la Parroquia. Temeroso y débil, convencido de las Indulgencias, ahora era fiel amigo del padre Duque. Desde entonces, los estudiantes vieron aparecer un colegio para varones y otro para las niñas. Un asilo para los ancianos. Varios refugios para los pobres. Un edificio con locales comerciales y apartamentos. La Casa Cural se modernizó y la Parroquia de Belén se convirtió en una de las más ricas de Medellín, hasta cuando comenzaron a establecerse otras parroquias vecinas que fueron minando el prestigio con su competencia.

La familia de don Quico, amplia y conocida, propietaria, además de varios tejares en Altavista y el Rincón, era poco cercana al viejo. Sin herederos, la fortuna pronto sería de ellos, especialmente de su sobrino, el más allegado, el más atento y el que le ayudaba en las cuentas y en los menesteres y el que mejor conocía los vaivenes y los tejemanejes de la futura herencia. En varias ocasiones el tío “se murió”, pero tantas otras resurgió y de tanto esperar, la herencia se fue convirtiendo en cargas de impuestos sin pagar, desgreños, descuidos, malos negocios, y en el mito creciente de un tesoro escondido, de un entierro en alguna parte de la finca.

Cuando llegó el día de su muerte, el del acontecimiento largamente esperado, fuimos testigos de las exequias.

Los numerosos vecinos y conocidos y los curiosos, a quienes esta ocasión les proporcionaba un tema de nunca acabar, por ser quien era el muerto, y las beatas, que de ninguna manera se perdían de acontecimientos como éste en el barrio y muchos otros parroquianos, llenábamos las naves del templo. Sorprendido porque allá en lo que mi vista permitía, no veía a ninguno de los familiares, le pregunté a alguien que los conocía y tampoco explicó su ausencia. Me acerqué al féretro y allí estaba don Quico, quieto, inalterable, con el rictus de la boca fingiendo una sonrisa, con el ojo izquierdo abierto y el derecho con los párpados recogidos como haciendo guiños maliciosos: “me mató el ojo”, aseguré y lo repetía. Y como un sello en mi mente, quedó aquél retrato del embaucador, del solemne burlador, del que con malicia parecía despedirse de este mundo ridiculizando a los que en él quedábamos. Ahora iba a besar eternamente con su trasero a su tan amada tierra.

Salí del templo y fui de inmediato hacia el viejo puente de la 76, a la finca de don Quico. Allí, en donde aquella tarde sentí el susto de un disparo, se formó un tumulto. Se rumoraba, se murmuraba, se decía, pero no se oía ni se entendía. Me acerqué y miré hacia donde todos miraban. Allí estaban los familiares. Hurgaban, cavaban, bajaban, sacaban, tumbaban, removían, destechaban. Cajas, cajones. Puertas, ventanas. Colchones. Rincones, paredes, pisos, escalones. Techos y zarzos. Percutían el piso y las paredes y el sonido falso daba pié para otro agujero.

Quizá, me dije, es su manera de expresar su duelo y me alejé.

Pasados varios días, oía el noticiero local y alcancé a escuchar algo. Decía el locutor acerca de una herencia que en el testamento del difunto don Quico Molina nombraba herederos a la Parroquia de Belén, a las Hermanitas de los Pobres, al Asilo de Ancianos, a la Parroquia de Donmatías, al Obispo, a las Misiones y destinaba una partida especial para misas por su eterno descanso.





1 comentario:

  1. Gracias por publicarme. Espero que les haya gustado.
    Hasta pronto,
    Luis E. Pérez

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