LIBRO EL RUIDO DE LOS JÓVENES - JOSÉ LIBARDO PORRAS (LIBRO COMPLETO)

LIBRO "EL RUIDO DE LOS JÓVENES" - JOSÉ LIBARDO PORRAS  (LIBRO COMPLETO)

Acerca del escritor JOSÉ LIBARDO PORRAS, tomamos estas notas de la página de otraparte.org:
José Libardo Porras Vallejo (Támesis, Antioquia, 1959) es Licenciado en Español y Literatura de la Universidad de Antioquia. En 1996 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de cuento otorgado por Colcultura con el libro “Historias de la cárcel Bellavista” y el primer puesto en el Concurso Literario Cámara de Comercio de Medellín con el libro “Seis historias de amor, todas edificantes”. Además de otro libro de cuentos titulado “Mujeres saltando la cerca” (Planeta, 2010), ha publicado otras novelas: “Hijos de la nieve” (Planeta, 2000), “Happy birthday, Capo” (Planeta, 2008), “Fugitiva” (Alcaldía de Medellín, 2009) y “Fuego de amor encendido” (Universidad de Antioquia, 2010) Adentro, una hiena(Editorial Universidad Eafit, 2015).Sus libros de poemas son “Hijo de ciudad” (1994) y “Partes de guerra” (1987).

* * *
"Soy escritor. Los amigos poetas me aconsejan dedicarme a la prosa; los narradores, a escribir poemas. No entiendo a los amigos.
A mediados de los ochenta algunos me consideraban una joven promesa de la literatura antioqueña; ahora, cuando no soy ni lo uno ni lo otro, cuento con siete libros publicados, tres financiados por entidades de carácter cultural, tres por cuenta propia y uno por una editorial comercial. [...] Con Hijos de la nieve comienzo a sentirme escritor profesional, y en cierta forma un comerciante de la literatura y a la vez una mercancía. Es una sensación extraña. [...]
Al cabo estoy aprendiendo dos cosas fundamentales para un escritor: ser responsable con la obra y corregirla con verdadero juicio antes de publicarla, y leer no sólo para divertirse sino también para aprender. En consecuencia, ahora procedo según una certeza: para un escritor un año está mejor empleado si lo dedica a estudiar Crimen y Castigo que si se atropella devorando las cien novelas más vendidas de la temporada; no leo revistas; de los periódicos sólo leo la sección de avisos clasificados; así me entero de qué vende la gente, de qué compra; así sé qué tienen mis contemporáneos, qué buscan."
José Libardo Porras
En esta entrada reproducimos completo el libro  EL RUIDO DE LOS JÓVENES, una reedición corregida de su libro ES TARDE EN SAN BERNARDO, de 1984. En el texto se recogen una serie de viñetas deliciosas del barrio, su cotidianidad, sus personajes, sus virtudes y defectos, bajo la óptica de la pluma sensible y delicada de un autor que no deja escapar detalles que para otros pasan desapercibidos.
Agradecemos al escritor José Libardo Porras la generosidad que tuvo al compartir sus textos con nuestros lectores. A continuación, se puede leer completo. Favor nos ayudan a difundirlo.











EL RUIDO DE LOS JÓVENES






Por






José Libardo Porras Vallejo








"Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques, no la hay."


(La ciudad, Konstantino Kavafis)






"Barrio... Barrio
que tenés el alma inquieta
de un gorrión sentimental..."


(Melodía de arrabal, Alfredo Le Pera - Carlos Gardel)








Contenido


¡Fo!
San Bernardo
La casa
Los padres
La tienda de don Pablo
Don Carlos
La antena de televisión
Guerra libertada
Ismael
Una carretilla
Días de radio
Aniversario
Margarita
Vendedora de ilusiones
Expiación de un pecado
El televisor
Arlequín
Pecado de muchachos
La vergüenza familiar
Espejo del alma
Hermana mayor
Segunda hermana
Manicura
El ruido de los jóvenes
Mesías criollo
Una triste elección
Jubilados
Teatro Mariscal
Un hippy en nuestra calle
Un loco amor
Mirta
Un tiempo mejor
Walter Ortiz
Ahorrador feliz
Juan Ospina
Futurista
Gustavo
Las señoras
Berta Jaramillo
Festival de Ancón
Ninguna Roma
Juan Manuel Rivera
Clemencia Álvarez
Húber Torres
Carlos Valencia y Mauro Gallego
El peor negocio
Albacea
Gonzalo y Humberto Arango
Justicia divina
Infierno y paraíso
Castillo de arena
Francisco Leal y Ana Mercado
Chica soñadora
Muñeca Brava
Reencuentro
Es tarde en San Bernardo


¡Fo!


De madrugada empezó a entrar en el sueño de Medellín una caravana de camiones atiborrados de hombres y mujeres con sus críos, sus animales de corral y sus bártulos; familiones desarraigados de los pueblos de Antioquia que se iban quedando a las entradas de la capital, en los confines correspondientes a sus regiones de origen, y ahí sentaban sus reales: los del oriente expandieron La Milagrosa, Buenos Aires, Manrique, Aranjuez y otros barrios por el estilo invadiendo las laderas del oriente; los del occidente dieron vida a Robledo y Castilla en las colinas del occidente; los del Norte echaron raíces en Bello y Pedregal, y en Itagüí y Guayabal los del sur. Al despabilarse y tomar conciencia de sí, ya la ciudad era otra: le ocurrió lo que al borracho que por dormirse en su butaca los bromistas le afeitan media barba y le trasquilan los mechones.
            El poblado erigido en villa siglos antes no era inmutable, era un ser vivo. ¡Qué horror! Las señoras respetables se fueron de espaldas. Quienes creían llevar en sus venas la sangre de los fundadores se golpeaban la frente y movían la cabeza dubitativamente. En los salones de fiesta, los señoritos suspendían el baile para enfrascarse en análisis de la inexplicable transformación, a ver si enredar la pita les daba entendimiento. Desde los púlpitos llovían malos presagios.
¡Fo! A esos asentamientos periféricos había que cogerlos con pinzas. Por fortuna estaba el dinero, que servía de trampolín para saltar por encima de ellos e ir a establecerse al pie de las faldas, en el valle, en barrios anejos al centro como Naranjal, La América o Belén.
¾Dime cuánto tienes y te diré dónde cabes ¾proponían los espíritus de estos barrios a los fisgones que se asomaban a su interior desde los bordes, y de acuerdo con el monto que desembolsaran les asignaban sus sitios entre otros que antes pagaron precios similares.
Tratándose de inmigrantes con plata en el bolsillo, en estos barrios confluían los caminos procedentes de los cuatro puntos cardinales.




 . 


El barrio


Al sur de Belén, en el sector del Rincón, en límites con Guayabal, vivían los pobres del barrio; los ricos vivían en Rosales, al norte, en límites con Laureles. En el medio se hallaba San Bernardo, donde habitaban gentes ni pobres ni ricas, familias que consumían más carne y más leche que las del Rincón pero mucho menos que las de Rosales.
San Bernardo parecía la tarea de dibujo de un escolar desprovisto de dotes artísticas: un sol semejante a una naranja, erizado de lanzas de oro y de fuego, sonreía sobre los techos y las terrazas; una escuela reventaba de niños con cuadernos y lápices de cortesía; los señores, con estatura de árbol, departían en las esquinas; una madre del tamaño de su casa arrullaba a su hijo en una mecedora al borde del andén; un perro autografiaba las paredes desconchadas y enmohecidas y ladraba a las nubes grises del cielo azul; al fondo, a la redonda, sobresalían las montañas en tonos de verde inusitados.
Los abuelos habían delineado ese dibujo.
Faltaba el templo. Entonces los mayores señalaron con la vara mágica una colina en el corazón del barrio, hicieron aparecer en la cima toneladas de hierro y madera, cúmulos de piedra y arena y arrumes de ladrillos, asignaron a cada cual sus deberes ¾las abuelas, cocinar para los trabajadores; las nietas, por su parte, servir la mesa y lavar los platos; los muchachos, hacer mandados, llevar y traer¾ y emprendieron su construcción: midieron, excavaron, acarrearon materiales, vaciaron fundaciones y columnas, levantaron muros, entretejieron vigas, desplegaron el tejado, recubrieron los pisos, ensamblaron puertas y ventanas con vitrales que tamizaban la luz, y encalaron. El padre Henao, sin despojarse jamás de la sotana, ayudaba aquí y allá, enderezaba lo torcido, empujaba al flojo, animaba y atizaba la fogata del entusiasmo y la acción.
            Los jóvenes, a pesar de su escepticismo, diariamente pasaban a registrar el progreso de la edificación. Las viviendas, como vacas que acuden al llamado del vaquero a la hora del ordeño, parecían buscar un puesto que les asegurara por siempre el amparo de su sombra.
Culminada la obra, el vecindario corrió a presenciar el primer encendido de la cruz luminosa que la coronaba. Grandes y chicos volaron. Nadie se perdería el espectáculo.
Y se prendió la fiesta.
San Bernardo era una fiesta. Sus muchachas con cuerpo de muchacha eran una fiesta. También eran una fiesta los desafíos de fútbol en los descampados y los baños en los charcos de cristal. Las incursiones furtivas a las fincas donde había para empacharnos de mangos y guayabas eran una fiesta.
San Bernardo era una fiesta en el occidente de la ciudad. Hoy es una dulce herida que me arde en el pecho.





La casa


Aunque escaparates, mesas, sillas y demás maderas crepitaran por el calor, adentro se estaba fresco gracias a las puertas, altas como para que los más espigados y rebosantes de amor pasaran sin quitarse el sombrero, y al tejado igualmente alto, que conservaba el aire como sin estrenar.
            Los muros de tapia eran expertos en guardar secretos: lo que se decía o sonaba aquí o allá, aquí o allá se  quedaba. Los corredores invitaban a correr.
            El patio parecía paleta de pintor y sus colores se intensificaban o apagaban al ritmo de las lluvias: una semana reverdecían los helechos y a la semana siguiente florecían los anturios o los rosales.
            El naranjo, el breval y el aguacate del solar, que daban frutos de enero a diciembre, sumados a la era de tomates y cebollas que cultivábamos todos, complementaban lo que semanalmente nos llegaba de la finca.
Al entrar uno de la calle, cualquier sed se extinguía.
En el interior, cuya luz requeríamos para vivir y no hallábamos fuera, se percibía que los obreros constructores habían dejado ahí parte de la vida.




Los padres


Papá repintaba la cuna para que acogiera, como al primero, al hijo que estaba por llegar.
Sería mujer. Aunque nuestros padres decían que sería lo que Dios quisiera, decidieron que fuera mujer.
Imaginaba a la mujercita llenando la casa con su llanto, con su grito renovador, a gatas en el patio, en los corredores y en los cuartos, auscultando los rincones, e imaginaba a papá con ella, en su tamaño, hablándole al oído palabras inventadas: lenguaje de quien engendró prole numerosa.
Papá dejó la finca en manos de un mayordomo porque una fiesta se anunciaba en el hogar, y no podía faltar.
Repintaba la cuna que fuera de todos los hermanos, recomponía enseres, revisaba el tejado a la caza de goteras, retocaba las paredes… Mamá, en su preñez, lo veía trabajar.
Papá se casó con ella seguro de que podría  multiplicar un pan para cualquier multitud de hijos y juntar retazos de colores hasta coser una colcha que los abrigara a todos en invierno.
¾¡Por más que le haga, esta cocina nunca se ve arreglada! ¾exclamaba mientras lavaba los platos. Después lavaría la ropa y ordenaría la casa.
Recogía lo que dejábamos tirado por ahí.
¾Si la casa no está limpia, yo me siento enferma ¾explicaba.
Si una vecina llegaba a contarle que su marido se había marchado o que su hijo reprobó en el colegio, ella suspendía sus labores y escuchaba. Escuchaba.
¾Ya volverá. Váyase tranquila ¾la despedía, y se quedaba cavilando un momento tras cerrar la puerta, antes de retomar su oficio.
Un cuarto de siglo antes se juntaron para hacer una sola vida entre ambos.
            ¾¡La más boba! ¾replicaba mamá cuando él, para explicarnos la razón de su larga convivencia, decía: Ofelia es la mujer más inteligente de la Tierra.



La tienda de don Pablo


Soy un niño. Acabamos de llegar al barrio y por primera vez entro a la tienda de don Pablo. Él deja de cepillar su sombrero de paño, me observa con minucia, me pregunta el nombre, de dónde vengo y cuál es mi familia. Respondo. Le devuelvo las preguntas y escucho.
            No sé cuántos años atrás, don Pablo Márquez había venido de Segovia, que es una tierra encantada donde las gallinas cagan pepitas de oro.
Lo veo alejar tempestades y sequías, desgusanar el ganado y aliviar el dolor con solo pronunciar una letanía secreta; veo duendes y brujas, almas en pena...
¾Llegaban a la media noche ¾alcanza a decir antes de atender a una clienta.
Se desentiende de mí. Sin embargo, sus palabras resuenan. En el aire flotan los interrogantes. ¿Esos seres de ultratumba le causaban miedo? Si era así, ¿qué sentía? ¿Temblaba?, ¿sudaba a chorros?, ¿perdía el entendimiento y el habla?
Después supe que el asma, durante la noche, le ponía la pata en el pecho. No obstante, en la mañana abría su tienda para seguir participando a lo hombre en la guerra de la vida. Supe que estaba perdiendo la vista. Supe que era un hombre cansado.
La tienda de don Pablo tenía cuatro puertas: las dos que daban a la Avenida 76 eran nuestra trinchera contra el aburrimiento: ahí nos parábamos a ver pasar a San Bernardo; la tercera tenía en el dintel una penca sábila que pervivía verde y fresca sin que la alimentaran. Pero la puerta más grande, la que nos llevaba más lejos, era la que don Pablo construía con palabras:
¾Trenzaban las crines a las bestias, se les sentaban a horcajadas en el pecho a los hombres y les dañaban el sueño, escondían los objetos o hacían ruidos con ellos, extraviaban a los viajeros…
¿Cómo eran?, ¿dónde vivían?, ¿cómo las atrapaban?, ¿cómo se libraba uno de ellas?... Las respuestas nos llegaban desde el otro lado del mostrador, donde había un cajón repleto de puntillas torcidas, billetes rotos, monedas de un centavo, algunas herramientas, novenarios viejos y quien sabe cuántas cosas más. Al modo de una frontera, el mostrador preservaba un mundo de misterio, empezando por la libreta de los fiados que sabía todo sobre las familias del barrio.
            La tienda de don Pablo, con su almanaque de Pielroja y su cuadro de El hombre que vendió a crédito y el que vendió al contado, que él parecía no ver, era el núcleo de nuestra calle: ahí fuimos creciendo, como robles, mientras veíamos a las colegialas del Montini y La Inmaculada ofrecer al aire sus pelos sueltos, mientras veíamos envejecer a Ismael y al Ganso, mientras se nos iba ensanchando el mundo.
¡La tienda de don Pablo! Es una frase de hermoso sonido.
En su sitio emplazaron una cacharrería y después un bar sólo para adultos.




Don Carlos


Aunque en vez de revolotear por el patio ya estábamos en fila, como él lo ordenaba a través del micrófono, don Carlos nos llamaba ”¡Mequetrefes!” ¡Mequetrefes esto y aquello!, ¡Mequetrefes eso y lo de más allá! Los grandes nos hacían gestos obscenos y comentaban que estábamos temblando y a punto de mearnos en los pantalones. Era el primer día de escuela.
La palabra mequetrefes, gritada por el director en frases amontonadas e inconclusas, me suscitaba temor y vergüenza y deseos de que eso no fuera sino una pesadilla para despertar al instante en mi cama, en mi habitación, en mi casa. Veía claro que ese no era mi lugar ni esa mi gente, y no entendía que los de los grados superiores se pudieran divertir.
En el aula, la señorita Orfilia nos distribuyó por parejas en pupitres grises y a continuación pasó por cada uno preguntándole quién era y qué quería ser, por qué iba a estudiar. Yo contesté que era uno de los menores en un mundo de hermanos y hermanas, que hacía poco habíamos llegado de una finca, donde nacimos y desde donde nuestro papá nos enviaba semanalmente un bulto de frutas, y que aún no sabía lo que quería ser cuando creciera. Los otros se carcajearon y alborotaron. A la señorita Orfilia le costó restablecer el orden.
 La cara se me incendió, el sudor me corría por la espalda, la boca se me llenó de arena y espuma, gagueé y enmudecí. Una sensación de cansancio me agobiaba y no podía sino pensar en lo tonto que fui al contar lo que conté. ¡No lo vuelvo a hacer!, ¡no lo vuelvo a hacer!, me decía. Las historias personales de los demás me entraban por un oído y me salían por el otro. Sólo a fuerza de lidias logré escuchar a la señorita Orfilia cuando nos leyó el cuento La ninfa y el eco y nos pidió dibujar en el cuaderno de rayas, que olía a nuevo, lo que más nos había gustado de su lectura.
Preguntándome qué sería una ninfa decidí ser un inventor de cuentos como ese y, sin pensarlo, delante de todos le revelé mi decisión a la maestra.
Nuevamente las carcajadas desordenaron la clase. Por mi culpa, el universo se tornó un caos.
            Al lunes de la semana siguiente, en el patio, volvimos a ser mequetrefes y la ira de don Carlos, sus ojos echando candela y su rostro enrojecido, nos intimidaron casi tanto como el primer día.  Pero ya no estábamos solos. Mientras el director nos regañaba e insultaba por el micrófono, la señorita Orfilia patrullaba las filas de estudiantes cuidándonos de los coscorrones y demás  ataques de los grandes, haciendo de nuestro grupo el más organizado. De esa manera se iniciaba la rutina del estudio, que es madre de todas las rutinas. El tiempo pasaría y el primer día del año venidero nos burlaríamos del temor de los recién llegados, de los nuevos mequetrefes, pues ya habríamos visto a la señora del aseo sacar botellas de aguardiente vacías de la oficina de don Carlos y a él le habríamos sentido un tufo agrio en el aliento, y sabríamos que sus improperios no eran sino su forma de rogar, de pedir una mano que nadie iba a brindarle.


Hermana mayor


Al llegar a San Bernardo el vendedor de periódicos, ya Nelly iba lejos en su Pfaff, dele que dele, por la ruta de la aguja.
            ¾¡Buenos días! ¾saludábamos los hermanos menores, más de media docena de estudiantes.
            ¾¡Buenos días!
            Me gustaba el faro que se encendía cuando ella contestaba ¡Buenos días!
            A una la apuraba, a otra le ponderaba lo bonita que luciría con el uniforme nuevo; a uno, el más avispado, le recordaba que debía ir a comprar la leche y demás cosas del diario antes de marcharse, y a otro lo apuraba también. Yo esperaba el anuncio de que iba a darme para comprar la cartilla de lectura. Pero no. Por lo visto, se me venía otro mes interminable en la lista negra, otro mes aplastado por la vergüenza, otra eternidad de treinta días padeciendo el estigma de ser uno de los que carecían de cartilla de lectura y al momento de los ejercicios tenían que arrimarse a uno que sí la tuviera.
            Nosotros en nuestros respectivos colegios o escuelas, idos por las nubes, a la espera de que acabara la jornada, Arabia en el hospital, donde trabajaba desde nuestro arribo a la ciudad, y Nelly ante su máquina de coser, imbuida en el leve traqueteo del motor, que no era ruido sino música, según ella, pensando en los zapatos que regalaría al hermano en su cumpleaños, en la camisa de este y la blusa de aquella; pensando en las cuentas por pagar…
Desde temprano llegaban clientas a probarse los vestidos y a referirle sus heridas, y Nelly escuchaba con un silencio balsámico.
Rara vez salía de casa si no era para ir en busca de agujas, hilos, botones, adornos y otros insumos. En todo caso, a nuestro regreso todavía se encontraba ahí, firme en su puesto.
Nelly encendía las bombillas al anochecer, de modo que en casa no escaseara la luz.
A la hora del sueño, Nelly continuaba haciendo volar su máquina, cosiendo alas a las vidas nuestras.
Nadie la veía dormir. Si Nelly dormía, o parpadeaba siquiera, no cumpliría  a cabalidad esa vida de hermana mayor que Dios le dio.




Segunda hermana


Como las piernas de las colegialas del Montini al subirse el uniforme para coquetear con los muchachos en su regreso a casa, el día, de pronto, se llenaba de luz, y sucedía porque Arabia salía a tomar el carro que la llevaría al trabajo.
            Su turno comenzaba a las seis de la mañana, igual que el turno de los pájaros, igual que el del sol que asoma por las montañas de oriente.
            No es blanca ni negra y, por parecérsele, los panes querían seguir un rato más en el horno.
            Aunque se llama Arabia le decimos Ara.
            Algún día, una constelación también llevará ese nombre.
            Cuando acompañaba a Nelly a  una diligencia, a comprar telas y elementos de modistería al almacén Mil Variedades, o simplemente a pasear por Junín, la gente suponía que eran dos amigas.
            Como dos amigas, las dos hermanas mayores tenían sus secretos: en la alcoba que compartían se las oía hablar de asuntos que uno no entendía, y a ratos sonreír bajito como quien, sabiéndolo todo, no suelta prenda.
A la vuelta del hospital, a las tres y media o cuatro de la tarde,  siempre traía algo: una vasija nueva, tres metros de tela para una cortina, un florero que adornaría la mesa de centro de la sala. Las fechas de pago, cada quincena, traía una cornucopia.
Su novio era un colega y se casarían el día menos pensado, en silencio, sin ceremonias.
De a poco se estaban ajuarando.
Ara reiteraba que a pesar de su matrimonio seguiría ayudando para que los menores pudiéramos estudiar y para que en casa, sin importar qué vientos soplaran, nada se viniera abajo.
¡Ojalá haya sido feliz!




Manicura


Arabia y Nelly recibían a sus novios en la sala, audacia que constituía un salto generacional largo o triple hacia el amor libre si se considera que a papá y mamá les tocó tratarse y conocerse a través de la ventana.
            Los turnos eran martes y jueves para una y miércoles y viernes para la otra. Los sábados no sé adónde iba a parar cada pareja por su lado.
Por ser todavía un niño, mi tarea era rondar por ahí, con ínfulas de policía, estar en la escena sin estar en la escena con el propósito de que en la escena los actores y las actrices no traspasaran el límite de la manicura.
Las manos eran lo máximo que se podía tocar del otro sin incurrir en inmoralidad, de ahí que dominar las artimañas de la manicura y saberlo todo sobre cutículas y albugos fuera parte de la primera educación sentimental de las muchachas, una asignatura que ellas se auto impartían.
            Porque un novio con uñas redondeadas, perfectas, era el hombre ideal, las novias se volvían manicuristas expertas.
Los viejos se rascaban la cabeza al enterarse de que un joven entraba a la casa de su novia y se arrellanaba tranquilamente en el sofá de la sala, al cobijo de una incierta penumbra. ¡Dónde iremos a parar!, mascullaban cuando les describían los manoseos y pormenores de la manicura.





La antena de televisión


Los Restrepo eran de los más vaciados de San Bernardo, que no es decir poco, pero al cruzarse con ellos uno creía estar ante alguien de otro barrio, un habitante de Laureles o del Poblado, o algún extranjero que por accidente había caído en nuestro bullicio.
Eran cuatro rubios de ojos verdes. El primero se mantenía bronceado y le encantaba pavonearse en pantaloneta y sin camisa por la calle; la segunda parecía un cromo del álbum de artistas donde salían Violeta Rivas y Gigliola Cincuetti y, como su hermano, usaba bluyines Lee y tenis americanos, y nunca saludaba.
Según las lenguas voraces, con tal de comprar las prendas que vestían se resignaban a no probar carne y a comer huevo sólo los domingos.
En la mayoría de nuestras casas, por supuesto, padecíamos restricciones iguales o peores, mas, merced a su actitud, en ellos constituía motivo de burla esa circunstancia común.
Los otros dos, Felipe y Luisa, que sí eran amigos nuestros, decían con orgullo ingenuo que su hermano mayor tenía una novia de plata.
Un domingo estábamos en casa de doña Mira pugnando por ver a Tarzána través de la ventana, pues la vieja sólo dejaba entrar a ver televisión a quienes compraban sus helados de agua azucarada y anilina, cuando el papá de los rubios nos sorprendió discutiendo cómo Tarzán lograría salir de esas arenas movedizas y llegar a tiempo para salvar al jefe negro. Venía de la tienda de don Pablo con dos bolsas de parva en las manos; se detuvo a contemplar el tumulto como incrédulo de que sus descendientes estuvieran allí, entre la guacherna, y se les aproximó sin que ellos lo advirtieran. Los demás guardamos silencio intercambiando miradas de curiosidad. Felipe seguía hablando.
El hombre entregó los paquetes a la niña, agarró al otro hijo de una oreja, retorciéndosela, y lo arrastró hacia su casa. El arrastrado no se quejó, no dijo ni mu, pero Luisa no pudo soportar el dolor de su hermano y se fue tras ellos sin importarle que en la carrera se le cayeran algunos panecillos.
Aunque eran las vacaciones, por varios días ninguno de los dos salió a jugar pelota envenenada o los interminables partidos de bate. Nosotros nos preguntábamos qué cosa horrible habrían hecho Felipe y Luisa para que los castigaran con esa severidad.  Debían haber cometido el pecado más mortal.
Al finalizar la semana aparecieron con su padre, quien traía una escalera por la que él mismo subió al tejado a instalar una antena de varillas de aluminio de varios cuerpos, más grande que cualquiera de las que veíamos en las casas de los ricos cuando íbamos a ver los entrenamientos del Atlético Nacional y el DIM.
Viendo esa antena, ninguno era capaz de concebir cómo sería el televisor. Los rubios decían que el papá lo tenía en una revista, que se veía inmenso, como dos veces el de doña Mira, que las imágenes aparecían en colores como en el cine, y aseguraban que tan pronto lo trajeran y lo instalaran podríamos ir a ver en él los programas que nos gustaban.
Mientras llegaba ese día, continuamos arremolinándonos en la ventana de la casa de doña Mira para ver a Tarzán, a Batman, a Hechizada y a Lassie. Felipe y Luisa, en cambio, se la pasaban encerrados esperando que retornáramos a nuestros juegos para salir e integrarse con nosotros a la vida de la calle.
A ese televisor fabuloso quizá lo habríamos visto si no es porque una mañana llegan a la casa de los Restrepo unos señores acompañados de policías y, después de leer papeles y teclear actas, la desocupan.
En la acera quedaron apilados muebles con el paño roto y los resortes partidos, colchones manchados, cajas de ropa entre las cuales se veía algún bluyín marca Lee, ollas sucias de tizne, un juego de pesas...
Los cuatro hermanos y la mamá permanecieron allí, de pie junto a sus pertenencias, llorando un llanto hecho más de vergüenza que de dolor, aguardando que el hombre de la casa contratara un camión que los alejara por siempre de esa calle donde escasamente había un televisor en blanco y negro, donde los niños tenían el cabello pasudo y la piel casposa y las señoras eran tan amigas de la invención y el chisme.
La antena siguió erguida en el tejado como para testimoniar que en ese sitio la vida les dio caramelo a unos niños, hasta que el nuevo inquilino bajó lo que de ella quedaba y en su lugar puso una antena más pequeña, de las que sí nos eran familiares.






Guerra libertada


La noche se insinuaba en San Bernardo al término de Kalimán, entonces era la hora de la guerra libertada.
Como en todos los juegos, dos ases de la barra seleccionaban, uno a uno, los integrantes de sus respectivos equipos:
¾Escojo a Fernando ¾decía Alfa 1, el goleador.
¾Escojo a Guillermo ¾decía Alfa 2, el que trepaba a las copas más altas y cogía los mangos más sabrosos.
Alternadamente iban escogiendo a los mejores. Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto, Jaime, Miguel. Si el número de jugadores disponible era impar, no importaba que uno de los equipos quedara con un miembro de más, al fin y al cabo era el último, el más lento, un debilucho, una nadería y, en ciertos casos, un estorbo. Enseguida se negociaban las condiciones, que nunca variaban, y a cara o sello se definía el derecho a ser los primeros fugitivos, Los sin-camisa.     
A nadie le gustaba ser del ejército perseguidor, del bando de los buenos. ¿Por qué? Tal vez desde esos tiempos fuera más divertido y diera más estatus ser malo y contravenir la ley.
A la cuenta de tres, Los sin-camisa se dispersaban a lo largo de la calle y tomaban sus posiciones en los lugares más propicios para el escape. El líder deLos con-camisa impartía instrucciones ¾por ejemplo, tenderle una redada a Zutano, el gordo lento¾ y ordenaba el inicio de la persecución.
¾¡No te dejés coger!
¾Voy a intentarlo.
¾¡Tenemos que ganar! ¡No podés dejarte coger!
¾¿Y si me cogen?
Éramos de Los sin-camisa.
Los mayores, sentados en butacas junto a sus casas, fumando y refrescándose, viéndonos agazapados entre las matas, no entendían qué gusto le podíamos sacar a ese correr y esconderse sin ton ni son. Pero a nosotros no nos afectaban sus burlas y comentarios.
            El juego siempre se alargaba y las madres tenían que salir a llamarnos para ir a comer.
            Éramos de Los sin-camisa. Desde un antejardín, disueltos en la luz infeliz del alumbrado público, divisamos a los nuestros de espaldas al paredón, cautivos tras un anillo de seguridad conformado por los más robustos de Loscon-camisa, los que podían resistir cualquier embate nuestro.
            ¾ Cogieron a los otros   ¾dije a mi compañero, Alfa 1.
            ¾Lancémonos en tumulto a libertarlos ¾dijo él.
            ¾¿Y si nos cogen?
            ¾Después, ellos harán lo mismo.
            ¾¿Pero si nos cogen antes de llegar y tocarlos?
            Tocar con la mano al camarada cautivo bastaba para ponerlo en libertad, así que los buenos levantaban una muralla humana en torno de los malos caídos en sus redes y se disponían, a toda costa, a impedirles el contacto con sus copartidarios que aún anduvieran libres. Por esa razón cada uno se cotizaba de acuerdo con su velocidad y fuerza para no dejarse alcanzar ni agarrar del adversario o para alcanzarle y agarrarle a él según fuera un perseguido o un perseguidor.   
            ¾¡Perdemos! ¾repuso en tono seco, en un golpe. Y añadió¾: ¡Ya otras veces ganamos!
            Era una orden de Alfa 1. ¿Cómo no cumplirla?
            Los mayores no entendían la guerra libertada. Esa guerra que, se ganara o se perdiera, nos dejaba empapados de sudor y entre pecho y espalda una llama encendida por el presentimiento de haber jugado a la vida y a la muerte.




Ismael


Mi primer impulso fue echar a correr, esfumarme, cuando Fulanito, en tono de secreto, dio el aviso:
¾Allá viene Ismael.
Todos buscamos los ojos de Fulanito y, en efecto, reflejado en sus pupilas, lo vimos venir. Mecánicamente, cada cual recogió su trompo y dejamos en suspenso la partida.
¾No se vayan, chinos ¾dijo el famoso, el temible.
            Tal vez por ignorar si se trataba de una orden o una invitación, ninguno osó desobedecer. No nos fuimos. No podíamos: de pronto, estábamos sembrados en la tierra.
Así conocimos a Ismael, aunque ya lo habíamos visto pelear a cuchillo en la esquina del bar Orión.
¾Présteme su trompo, chino ¾me dijo.
            Ismael, el mito, se dirigió a mí. Desconcertado, imbuido en una amalgama de pavor y orgullo, antes de pensarlo dos veces, se lo entregué. Él lo enrolló, lo lanzó y lo hizo bailar en la palma de la mano; enseguida repitió su número tirándolo bajo la pierna y por sobre el hombro: destrezas que ya dominábamos, sin embargo, ejecutadas por uno cuyo nombre causaba terror, eran una novedad.
Tiró mi trompo así y asá, disfrutaba exhibiéndose, y solo cuando él mismo se aburrió de su show me devolvió lo mío. Entonces sacó de la chaqueta una baraja.
¾Vean y aprendan ¾dijo y comenzó a mezclar los naipes, a veces despacio, a veces a una velocidad mayor que la de los ojos. Por momentos nos prestaba el mazo para que ensayáramos la proeza que él acababa de ejecutar, daba instrucciones, corregía. Por último, nos enseñó las reglas del remis: diez cartas para conformar dos ternas y una cuarta, o dos quintas.
Y mientras formaba ternas, cuartas y quintas didácticas iba refiriendo sus peripecias de tahúr en el café Amarillo y otros salones de juego que desconocíamos: no decía "rosa" sin que los rosales de la memoria se llenaran de sangre; no decía "hombre" sin que un niño pudiera enorgullecerse.
Más tarde nos tocó sufrir las recriminaciones de los mayores que, al verlo en círculo con nosotros, no podían creer en tanta mansedumbre, pues sabían que su mano, que en fecha de madres cortaba una flor, en tiempo de guerra se hacía de acero y derramaba sangre sin consideraciones.
Después, al coincidir con él en la calle, no nos saludaba, quizá ni siquiera nos veía, no obstante, en la escuela faroleábamos diciendo que éramos amigos de Ismael, que él nos enseñaba a barajar las cartas y a  jugar remis, y eso nos ayudaba a ganar respeto.
San Bernardo era el reino de Ismael y ningún pillo alteraba su orden; él mismo daba ejemplo realizando sus trabajos en los barrios de los ricos: en las noches, como un gato, iba de expedición a Laureles o al Poblado a buscar “el tesoro de Morgan", según decía, y regresaba a gastarse el botín en el Amarillo o en el Orión.
Un día, tras bailar la danza más humana y homicida, la danza del hombre y el cuchillo, y salir perdedor, se marchó al país más habitado.
Desde luego, parientes, conocidos, amigos y hasta enemigos lo velaron con todos los honores: con lágrimas, historias y aguardiente, como se velaba a un hombre en San Bernardo.
En algún momento de ensueño deseé ser un Ismael.
Cuando una llama se resiste al viento, su nombre tiembla en mi boca.



Una carretilla


Es jueves en mi memoria. Estamos en vacaciones. Ya disputamos un partidazo de futbolito, fuimos a nadar en la quebrada del Manzanillo y, al regreso, nos metimos a la finca de los Bernal a robar mangos. Apenas son las cuatro de la tarde. ¿Qué más hacer?
A lo lejos, tras su grito y su carreta, se acerca Abel, el chatarrero.
Corremos a casa a buscar frascos, tarros y periódicos para cambiárselos por globos de colores y llenarlos de agua. ¡Y que nadie se descuide!
Como de costumbre, regateamos el precio de nuestras mercancías con el fin de retenerlo y oír sus cuentos y los piropos que les lanza a las mujeres cuando pasan haciéndose las serias.
Es jueves en mi memoria. Abel saborea su tabaco apagado al tiempo que habla de su trabajo y de los otros barrios que recorre en su oficio de trotamundos.
Nos pregunta qué queremos ser cuando seamos grandes.
¾Camionero, portero del DIM, ciclista, trabajador de Coltejer, dueño de una tienda y una carnicería…
¾Muy bien, muy bien ¾comenta, y agrega¾: No se les ocurra, muchachos, ser chatarreros.
            Ríe y bebe de una botella que siempre lleva en un bolsillo del saco. Su risa, sin ser bonita, nos hace reír.
Tres muchachas pasan rápidas. Abel suspende la organización de las chatarras y su cháchara y se queda mirándolas con el alma.
            ¾Tres Marías, tres corazones: a la del medio le dedico mis canciones...¾recita.
Es jueves en mi memoria. El sol se sumerge en la nada tras la cordillera, por los lados de Tresmorros; Abel acaba de ordenar la carga, bebe otro trago, enciende el tabaco y se marcha: su grito es un calorcito que se extingue de a poco.
Ya es la hora de escuchar a Kalimán, antes de jugar la guerra libertada.




Días de radio


Toda la escuela seguía capítulo a capítulo Las aventuras de Kalimán. Era casi una obligación, un requisito para ser aceptado en los juegos y las conversaciones del recreo. Porque si no, ¿cómo representar a Solín, por ejemplo?
Los vagos de la esquina escuchaban La ley contra el hampaMontecristoCabalgata deportiva Gillete; los señores, Clarín Entre tangos y deportes; las señoras, Aquí resolvemos su caso. Pero nosotros éramos adictos a Kalimán.
Kalimán, aparte de tener todas las respuestas, era valiente, fuerte, generoso, implacable en su lucha contra el mal y afortunado en el amor. En otras palabras, Kalimán reunía las virtudes que, dispersas y quizá desteñidas, admirábamos en algunos hombres de San Bernardo. Y no es que pretendiéramos imitarlo, sino que en lo hondo de cada uno de nosotros palpitaba un Kalimán y la serie radial nos permitía darle cuerpo y ponerlo de nuestro lado.
Kalimán comenzaba a las cinco y media de la tarde y aunque la jornada escolar iba hasta las cinco, desde mucho antes ya nuestras mentes divagaban en la selva, atravesaban una ciudad desierta o buscaban la salida de unas catacumbas ¾¡cómo resonaba esa palabra!¾. Por eso al oír la campana salíamos en montonera y la escuela semejaba una granada, con muchachos por esquirlas, haciendo explosión. El director, desde su oficina, se resignaba a gritarnos ¡Burros!, ¡Mequetrefes!
Esos eran los minutos más breves del día. La voz del narrador, plena de misterio y suspenso, y las de los héroes, dulce y recia una y preguntona la otra, eran una música en la cual ensayábamos la embriaguez y el alucinamiento que, cuatro o cinco años más adelante, ya  adolescentes, experimentaríamos en el amor. Más tarde era la hora de comer, rezar el rosario y hacer las tareas; sin embargo, esas voces persistían resonándonos como una segunda conciencia más viva y verdadera.
Después supimos que Solín era una mujer y vimos al supuesto Kalimánactuando en televisión, bigotudo y con apariencia de paisano como cualquiera de nuestros parientes pobres, pero no nos importó porque habíamos bebido de ellos lo suficiente y ya preferíamos sintonizar a Radio ritmos, donde Leonardo Fabio, Sandro y Leo Dan nos hablaban de las propias heridas, de alegrías íntimas.
En una reunión de amigos estuvimos rememorando nuestros días de radio y llegamos al acuerdo de que, más que de los libros, de ese aparato ¾marca Siemens o Phillips¾ aprendimos las ideas fundamentales sobre el valor, la amistad, la lealtad, el amor, el bien, el mal... Pero a veces conviene no confiar demasiado en la memoria.


Aniversario


Rozándolas con los vuelos de su falda, doña Tulia discurre trabajosamente por entre las matas con un balde de agua que va rociando de a poco en las macetas. Romero, hoy llevaré a doña María unas ramas tuyas para que no le duela más la espalda, murmura. Gracias, Albahaca, por tu aroma. Las matas no le contestan. Por momentos se detiene a recoger hojas secas o a remover la tierra; por momentos mira al cielo como si esperara oír algo de parte de las nubes, repite para sí misma fragmentos de las cartas ajadas y borrosas que aún conserva en el cofre musical, suspira y prosigue.
Al otro lado de las rejas de hierro que defienden el antejardín, San Bernardo respira: los señores se apuran a la parada de los autobuses, que descienden por la Avenida 76 atestados de pasajeros; muy formales, solas o acaso en parejas, unas colegialas suben hacia La Inmaculada y otras bajan hacia el Montini; los muchachos que van a estudiar, por el contrario, lo hacen en manadas para poder alborotar impunemente.
Doña Tulia arroja sobre la cama el abrigo negro de las solemnidades; retorna al armario, revisa las ropas, se prueba por encima, sin ponérselos, tres o cuatro vestidos y selecciona uno de medio luto; va al espejo, le parece descubrir una capa de ceniza en su cutis y una opacidad nueva en su mirada. Al ver que la pared reflejada en el cristal comienza a desconcharse por la humedad, murmura: Ay, si Leo estuviera…
Si Leonel Jaramillo estuviera, ni esa pared ni ninguna tendría semejantes mapas de humedad y la casa no viviría bajo amenaza de derrumbe por el abandono. Pero el hombre falleció un día de agosto como hoy, cuando se cumplen casi treinta años sin que en las noches broten por completo las dulces flores del sueño.
Margarita, que por allá en los tiempos de Upa vino a vivir en su casa como empleada del servicio doméstico y terminó siendo su mano derecha, le trae un café.
¾Hoy el sol derretirá gente ¾comenta a ver si así la disuade de llevar el abrigo.
Doña Tulia, que no escucha o no le importa lo que el sol haga con la humanidad, bebe un par de sorbos. La otra le recibe la taza y se va a la cocina; al rato reaparece, la ayuda a vestirse, la peina, la empolva y se asegura de que en el bolso lleven las llaves, el rosario y todo lo que deben llevar.
Se encaminan a la iglesia de Belén. Normalmente, doña Tulia asiste a los servicios en la iglesia de San Bernardo, situada a tres o cuatro cuadras, pero desde hace casi tres décadas reserva esta fecha para ir a la iglesia del parque de Belén, que tanto le gustaba a Leonel Jaramillo por su elegancia, aunque quizá habría preferido la sobriedad de la de San Bernardo si hubiera alcanzado a conocerla.
¾¡Buenos días, doña Tulia! ¾la saludan las vecinas que barren la acera.
¾¡Buenos días! ¾contesta ella sin detenerse.
Al verlas caminar a contraluz, en la lejanía, hacen pensar en dos apariciones acompañándose mutuamente al más allá.
Después de rezar el rosario prosternadas frente al altar, van al cementerio, a cuya entrada compran flores, las más frescas y alegres, para engalanar la tumba.
Al regresar a casa, el vestido y el abrigo vuelven al armario, Margarita a la cocina y sus helados de coco, y doña Tulia a sus lecturas bíblicas, sus tejidos y su jardín de plantas medicinales y aromáticas, pues sabe que para vivir no son suficientes los recuerdos.













Margarita


¾Margarita, ¿por qué no has lavado la ropa?

Margarita, como si nada, sigue organizando los muebles, los cuales han aprendido a reconocer sus sitios: ella los toca y de inmediato se deslizan por la superficie de baldosa hasta donde les corresponde.
¾Margarita, ¡quedó mal barrido!
Margarita  persiste en lo suyo. Las palabras de doña Tulia se pierden en el aire. ¡Sí, señora!, ¡No, señora!, es todo cuanto dice Margarita mientras va de un lado a otro con un trapo polvicida.
¾¡Margarita! ¡Una crema de coco! ¾gritamos desde el exterior de la  reja de hierro. Al instante vemos a Margarita emerger en lo profundo de la vivienda y acercarse con un platillo y en él la crema que le hemos pedido, y que recibiremos a cambio de una moneda de 10 centavos. 
Margarita no sale de casa sino para ir a la tienda de don Pablo a comprar lo del diario y para acompañar a la señora a la iglesia o a visitar un vecino enfermo.
            ¾¡Qué hay, Margarita!  ¾la saludamos.
¾¡Qué hay, muchachos! ¾responde sonriente.
Nos gusta su voz como de cristal que se rompe.
Pero ella disfruta más el tiempo libre quedándose en casa para atender a los compradores de helados, escuchar el capítulo de Aquí resolvemos su caso o leer vidas de santos en los libros que dejó el difunto.
Al comienzo de su viudez, doña Tulia disponía de medios y podía darse vida de reina: tenía criada y convidaba a reuniones para tomar el algo consistente en tazas de chocolate espumoso con buñuelos, empanadas de carne  o parva recién horneada.
Las invitadas admiraban lo eficiente y querida que era Margarita, lo rico que cocinaba Margarita, lo linda que  Margarita mantenía la casa. Mas, la herencia se agotó y ya no habría más tazas de chocolate con buñuelos, entonces todas las comensales pusieron pies en polvorosa. Margarita, por el contrario, se ofreció a quedarse sin cobrar salario y, aprovechando que estaba en una de las pocas casas donde había nevera, por propia iniciativa empezó a hacer helados para vender y ayudar en los gastos.
Ahora son almas gemelas: una vive sintiéndose patrona, ama y señora; la otra, criada. Y la casa continúa linda y en ella se come rico aunque ya no vayan visitantes encopetadas que se sorprendan de esa nobleza de Margarita, que no requiere ni luces ni estruendos para manifestarse.



Un hippy en nuestra calle


Gildardo Marín fue el primero de la barra que tuvo largo el pelo, el primero que escuchó rock en inglés, el primero que fumó yerba y el único que asistió al Festival de Ancón. A Gildardo nunca nadie le dijo qué hacer.  Gildardo era un hippy.
Usaba bluyines desteñidos y sandalias, mantenía los ojos enrojecidos y se pasaba la vida tarareando alguna melodía extraña, invocando al Che Guevara, a Gandhi y a los Beatles, jugando nerviosamente con un crucifijo de madera que llevaba al cuello, y hablando de amor y paz... Total, un espíritu insumiso en la quietud de San Bernardo.
Durante las vacaciones nosotros jugábamos fútbol, íbamos a robar naranjas al zoológico o a la finca de los Bernal, a recorrer los cerros y a nadar en los charcos del Manzanillo; Gildardo Marín, en cambio, echaba unas ropas en su morral de lona y se iba en auto stop en la ruta del primer carro que lo recogiera en la autopista: la Costa Atlántica si ese carro iba hacia el norte y Cali o Bogotá si iba hacia el sur.
A las semanas regresaba bronceado, más flaco y más feliz. De ese modo recorrió Colombia siendo un muchacho, sin que le costara un centavo.
Una tarde se despidió de los que estábamos en la esquina haciéndonos la señal de la victoria desde la acera de enfrente, entonces lo vimos perderse a lo lejos con su caminar desgarbado. Nos gritó que se dirigía a Cali.
Al final de las vacaciones, cuando nos disponíamos a reiniciar los matantes estudios, lamentamos que él no hubiera regresado, pues su ausencia le acarrearía problemas en el colegio. Y no regresó.
Al año nos enteramos de que se hallaba en Argentina; a los dos años, en Alemania; a los cinco, en el Tíbet.
...Y a los veinte años estaba de nuevo en Colombia, alojado en su casa, en su barrio de siempre, en la ciudad de Medellín. Lo encontré una tarde en la avenida La Playa vendiendo preciosuras de plata que él mismo creaba.
Él fue quien me reconoció y me detuvo  a charlar durante dos o tres horas.
Me regaló un dije.
Lucía como si todo ese tiempo hubiera vivido en un congelador. Yo tampoco, según me dijo en una lengua hecha de todas las lenguas, había cambiado. Me habló de los países visitados, de las personas conocidas, de las mujeres amadas. Vendió un par de pendientes y me reiteró que a pesar de los años yo seguía siendo el mismo. Me habló de sus trabajos como marinero, contrabandista, artesano, cocinero y mecánico. Enseñó a una muchacha una sortija detallándole sus calidades y, al marcharse ella, insistió en que yo era el mismo de veinte años atrás.
Hablamos de los amigos de San Bernardo y le dije que León Arcila era  economista, Argemiro contador y Carlos obrero, que Fabio se iba a casar, que Hernán había fallecido y Ramiro emigrado a Segovia en busca de oro.
Él  no supo decirme por qué regresaba y yo no supe decirle por qué jamás me fui a recorrer el mundo. Por poco no le obsequió una gargantilla a una negra sonriente, le cobró unos pesos como por preservar su dignidad de vendedor, y a continuación me dijo que muy pronto reemprendería su viaje. Yo me abstuve de confesarle mi deseo de irme y mi miedo a hacerlo...
En casa, solo, frente al espejo, sentí alegría porque ese hippy no se enterara de que a lo largo de esos veinte años yo me había vuelto un hombre triste.
Guardé el dije en un cajón del escritorio.




Vendedora de ilusiones


Lunes y jueves, Madame Inés abría su consultorio en lo que debió ser alguna vez el espacio de la sala: una mesa redonda con mantel púrpura frente a dos taburetes de madera sacados del juego de muebles del comedor, todo aislado del resto de la vivienda por una cortina también púrpura que nos impedía hasta el menor fisgoneo, y de nueve de la mañana a cuatro de la tarde atendía a las clientas que llegaban en carros particulares, con vestidos de lujo, peinados altos y manos bien cuidadas: auténticas damas olorosas a lociones y afeites que despertaban la envidia de nuestras madres y hermanas y nos producían vergüenza, un anhelo intenso de pertenecer a otras familias, a una mejor sangre.
Cuando veíamos a Madame Inés asomada a la puerta con su tabaco entre los dientes, esperando quién sabe qué, nos preguntábamos cómo era posible que a ella, mujer arrugada, esperpéntica y desprendida de Dios, pudiera visitarla gente tan distinguida, y en cambio a nuestras casas no llegaran sino los tíos y tías de siempre, con sus apariencias montañeras y pobres, y no nos cabía duda de que en eso había una injusticia del cielo.
Madame Inés leía el destino, lo pasado y lo por venir, en la ceniza del tabaco o en el poso del café.
¾Usted  tiene dos hijos y tendrá otro. Su esposo todavía la ama pero sale con una morena muy joven ¾decía.
Y era cierto: la ricachona tenía dos muchachotes y el marido llegaba tarde al hogar, de mal genio, agotado y con el deseo muerto.
Después de oír esa prueba de sabiduría no cabían las vacilaciones: las mujeres pagaban con generosidad y se marchaban dispuestas a defender el amor que se hallaba en peligro o a recuperarlo si lo habían perdido, sopesando lo adecuado de un nombre para el hijo soñado, pensando en ese esquivo viaje de recreo al extranjero...
Madame Inés era una vendedora de ilusiones, pero en San Bernardo considerábamos que su oficio obedecía a algún pacto con Satán.
Los más chicos, aunque sin entender, le temíamos. Nadie en el barrio recibía nada de sus manos y por miedo al contacto tampoco nadie le ofrecía nunca nada. Sin embargo, las señoras ricas, con tal de que la pitonisa les asignara un turno de privilegio en la agenda, le llevaban peras, manzanas y otras frutas de película, tortas y toda clase de regalos, la invitaban a sus fincas, donde la hacían fumar tabaco más que nunca, y la trataban igual a una divinidad.
Cuando murió, a una edad que igual podía calcularse en 80, 100 ó 200 años, como en cumplimiento de un acuerdo secreto para castigarla por su vida impía, ningún vecino asistió al velorio ni al entierro. Aun así, en San Bernardo jamás se vio un cortejo fúnebre tan devoto a pesar del tumulto de automóviles y el boato de los penitentes.
El día de ese funeral, nuestro barrio entró por lana y salió cardado.



Expiación de un pecado


Los matasanos solo prescribían un enyesado en caso de fractura; además ellos eran escasos y lejanos a nuestros presupuestos. Por tanto, al sufrir un esguince o la descompostura de un miembro, los pobladores de San Bernardo y los alrededores íbamos donde Ritica, un vejestorio con sarmientos secos por manos, amiga de la conversación y la risa.
En una ocasión ocupé sus servicios. Estaban levantando la iglesia de San Bernardo. Era domingo y los muchachos, mientras en el altar improvisado el padre Henao celebraba la eucaristía de las siete de la noche, iniciamos el juego de seguir al más fuerte en los recovecos de la construcción. El más fuerte trepaba a un muro y nosotros también; saltaba desde lo alto y todos lo seguíamos tratando de superarlo para ocupar su puesto... Era una lucha silenciosa y tenaz por hacernos reconocer como hombres: quien se negara a realizar una de las pruebas sería considerado una niña.
En un salto, en un rincón apenas iluminado por la luna, caí sobre un montón de piedras y me apoyé mal con el brazo derecho. El dolor me hizo llorar. Los otros vinieron a mí y al ver que no tenían manera de ayudar se retiraron poco a poco, como quien no quiere la cosa, para presenciar el final de la celebración y poder decir que sí asistieron a misa. Yo permanecí allí, solo, muriendo de dolor, angustiado por la perspectiva del regreso a casa sin tener una disculpa razonable, viendo crecer la hinchazón.
Aunque mi madre no creyó por completo mi enrevesada explicación del accidente, trató de aliviarme con una venda y dos Mejorales y al día siguiente, después de una noche de suplicio y de arrepentimiento por los pecados de desobediencia y falsedad, me llevó donde la curandera. Y ahí, en la puerta, me abandonó.
La curandera me hizo esperar en una sala poblada de gatos y perros, adornada con imágenes de María Auxiliadora y el Corazón de Jesús, y con un arreglo de flores plásticas en un jarrón de vidrio. Al rato, arrastrando sus chanclas, chaca chaca chaca, apareció con un Pielroja entre los labios, aureolada de humo, frotándose las manos.
Mientras le contaba a medias lo ocurrido, me soltó la venda, observó con ojo clínico el brazo, convertido en una morcilla, me aplicó un ungüento e inició su trabajo, despacio, muy despacio, intensificando lentamente la presión de sus dedos a cuyo roce yo cada vez soportaba menos, pero con fuerza y pericia ella me obligaba a resistir. No obstante, el dolor me venció: primero vi luces y luego nada.
... Tan pronto recuperé el sentido me ofreció una taza de chocolate con galletas. Sentí alivio. Pregunté cuánto le debía.
¾No desobedezcás a tu mamá, muchacho ¾dijo acariciándome la cabeza¾. Cuando te mande a misa no te quedés por ahí, jugando.
Sonrió. Otro Pielroja se consumía en sus labios.



El televisor


Las dos hermanas mayores emprendieron felices su viaje a la isla de San Andrés porque montarían en avión y conocerían el mar. Nosotros nos quedamos también felices porque iban a comprar el televisor y en el futuro, sin necesidad de pararnos ante la ventana de la casa de doña Mira, podríamos ver con comodidad a Lassie, Hechizada, Daktari y Combate.
Para ellas esas fueron las vacaciones más breves; para nosotros, en cambio, fueron cinco días interminables que se alargaron porque, para colmo de males, por descuido de un maldito funcionario el avión llegó a Medellín con la carga incompleta. Y por supuesto faltaba lo nuestro.
Para aliviar el desengaño y soportar la espera, durante el tiempo que tardó la reparación del error no dejamos de maldecir a esa compañía aérea ni de dirigirles reproches a las hermanas y a Dios. A ellas, por no haber traído el televisor en las manos; a Él, por no haber escogido a otros para infringir ese castigo. ¿Qué hicimos, Dios mío?, nos preguntábamos.
Pero al fin llegó. Las viajeras lo pusieron en el lado principal de la sala, sobre la mesa de centro que antes sostenía un florero, donde quedó parecido a un altar, y devotamente aguardamos el inicio de la programación disputándonos el mejor asiento frente a esa caja mágica de la que saldrían mujeres más hermosas que Teresa, hombres más valientes que Ismael y ciudades ante las cuales Medellín parecía un amontonamiento de basura. "El que se va para Sevilla pierde su silla", era el lema.
Ese primer día no queríamos perdernos ni El Minuto de Dios y, en especial para los hijos, cualquier otro mundo dejó de existir:
¾Muchachos, es hora de rezar ¾dijo mamá.
¾Esperá que termine.
¾¡Es hora de rezar!
¾Ya casi termina. ¡Esperá!
¾….)
Mamá y papá se quedaron solos en su alcoba, pasando y repasando su rosario de cuentas de cristal antes de dormirse. Nosotros sólo nos fuimos a la cama cuando finalizó La Caldera del diablo.
Al apagar el aparato, un frío y un negror sin atenuantes invadieron la casa.
Afuera, un borracho entonaba los tangos más tristes. La luna lucía descolorida, como el rostro de un moribundo.






Arlequín


Antes de que la gente salga hacia sus lugares de estudio o trabajo, incluso antes de que llegue el vendedor de periódicos, Enrique sale de su casa con un palo de escoba entre las piernas, un caballito de palo experto en viajar a las estrellas por el camino que su jinete le ha enseñado.
Como sus hermanos, para no enloquecer, cierran la puerta con seguro y no le permiten entrar hasta las ocho o nueve de la noche, el día entero lo vemos señoreando las calles de San Bernardo, recogiendo tapas de gaseosa, babeando, hablando solo en un personalísimo idioma que nadie comprende.
Ciertos muchachos, amigos del padecimiento ajeno, se burlan y en ocasiones lo hacen llorar despojándolo de sus tapas y su caballo.
¾¡Hijueputas! ¡Hijueputas! ¾les grita Enrique arrojándoles piedras y amenazándolos con llamar a Ismael para que lo defienda.
Pese a ser el idiota de San Bernardo, Enrique es amigo de Ismael, que le regala plata para que compre panes y Pepsicolas.
¾Enrique, ¿adónde vas? ¾le pregunta el cuchillero.
Enrique, sonriendo con su risa de bobo, mira al cielo y señala un sitio invisible.
¾¿Vamos?
El idiota asiente sin dejar de reír.
Estoy viendo  llover a través de la ventana. El agua forma arroyos a los lados de la calzada y arrastra basuras. Por la esquina aparece Enrique, riendo y hablando solo. Lo llamo con la intención de preguntarle adónde va en su caballito de palo y así entablar una conversación sin sentido que me haga reír, pero él apenas me mira medio instante y continúa chapoteando. No le intereso.
¿Qué tienen en común el idiota y el malevo del barrio?, ¿qué les permite comunicarse y hasta divertirse juntos?, ¿qué los hace excluirnos de sus universos? Mi mente de muchacho no logra penetrar esos misterios, y quizá no los penetre mientras no me suelte del sujeto que soy, me libere, tome las llaves del gran salón y las dé a mi propio arlequín para que salga a bailar sin importarme que resbale.



Pecado de muchachos


Con una canasta repleta y una ponchera de aluminio para el remojo, doña Rosalba Cardona, la esposa del chofer del 42, un Ford destartalado que servía la ruta de San Bernardo, iba los lunes en la tarde a lavar la ropa en el zaguán de los Herrera, que era tierra de nadie y de todos.
Nunca entendí por qué no lavaba en su casa, pues no podía ser que en ella no hubiera agua, sin embargo nunca se lo pregunté‚ ¡para qué! si me encantaba verla hacer su trabajo, tanto que desde la tienda de don Pablo ponía cuidado al momento en que ella saliera con su carga de siempre y se dirigiera al zaguán.
Doña Rosalba no era una mujer joven, pues debía rondar los 30, ni mucho menos bonita, pero tenía conmigo un acto de amor más valioso que una montaña de oro: una especie de pacto al cual nunca faltaba.
Los lunes en la tarde, al salir de su casa miraba furtivamente hacia la esquina. Yo no me dejaba ver, mas ella sabía que allí estaba, aguardándola, y un poco ladeada por la carga se iba derecho hasta la puerta del zaguán, donde se perdía como si este la a engullera.
Yo esperaba unos minutos para dar tiempo a que ella iniciara su labor y para no causar sospechas ¾ahora, después de muchos años y ya con la imagen de doña Rosalba borrosa, me pregunto qué sospechas temía causar y a quién, y por respuesta no se me ocurre sino una sonrisa de bobo¾.
Enseguida yo entraba al zaguán a invitar a Hernán o a Carlos a jugar al patio o a ver los gallos de pelea de don Juan; si ninguno de ellos se encontraba, que era la suerte más feliz, me quedaba con el pretexto de estar esperándolos.
¾¿A quién está esperando? ¾me preguntaba la lavandera.
¾A Hernán, para cambiarle unos caramelos.
¾Hummm…
Doña Rosalba continuaba su restregado. Yo veía cómo por el movimiento el vestido se le iba subiendo y me iba dejando ver sus piernas gruesas y duras, cada vez un poco más claras, hasta que aparecían sus nalgas redondas: dos medias Tierras de carne y pecado desnudas.
Entonces paraba y, volviendo a su sitio el vestido, sonriendo, me decía:
            ¾Sí que se está demorando, ¿cierto?
            Yo era incapaz de responder. Y ella, después de recogerse de nuevo el cabello, seguía en lo suyo. Y yo en lo mío, que era mirar.
Al terminar el lavado acomodaba toda la ropa en la ponchera, la ponía junto a mí y desde allí iba colgándola en los alambres. Agachada, cogía de a una prenda y se demoraba organizándola, como dándome tiempo de mirar entre sus piernas lo necesario para que madurara la fruta que yo llevaba dentro. Porque el deseo es una fruta de aloe y miel.
El esposo de doña Rosalba Cardona era un borracho. En ocasiones perdía el juicio y llegaba a su casa golpeando y destruyendo. Un lunes doña Rosalba no fue al zaguán a lavar la ropa y me dejó con los crespos hechos: yo me quedé esperándola, como lleno de un vacío, sintiéndome desprendido del mundo.
La vi al día siguiente comprando lo del diario en la tienda de don Pablo. Tenía un moretón en el rostro y un labio partido. Me miró y sentí vergüenza, rabia y dolor. Ella sonrió. Don Pablo hizo un gesto de reproche y resignación. Siempre a esa hora cantaban los gallos de pelea de don Juan.
Tal es la historia de un pecado que pobló mis diez y mis once años. Pecado de muchachos. Pecado que jamás confesé al padre Henao. Pecado que me ha acercado más al cielo que el haber cumplido los diez mandamientos. Pecado que me hizo ver estrellas.


La vergüenza familiar


Nos volvimos expertos en gateo: a la salida de las muchachas del Montini (las de La Inmaculada usaban el uniforme demasiado largo) nos acostábamos en el umbral del zaguán de los Herrera, con la puerta entreabierta, para verles todo, en especial a la Vanegas, quien tenía las piernas largas y morenas; en la escuela, hacíamos tumulto alrededor del escritorio de la señorita Marta y nos turnábamos para agacharnos frente a sus piernas y verle todo; aprendimos que asegurando un espejo entre los cordones de los zapatos bastaba poner el pie junto a una muchacha para verle todo. Y ¿qué era todo? “Todo” eran sus calzones, nada más, pero verlos fugazmente significaba abrir las puertas del gozo más íntimo y limpio. Era nuestra epifanía.
Mas todas las técnicas, a pesar del esmero que poníamos en perfeccionarlas, se tornaron obsoletas: las colegialas aprendieron que al pasar por la puerta del zaguán de los Herrera debían bajarse del andén; la señorita Marta decidió no permitir más amontonamientos junto a su escritorio; la señorita Lucía, porque algún infeliz se lo sopló, en compañía del director y otros profesores hizo una batida y nos decomisó los espejos.
La señorita Lucía era la profesora de Sociales y durante toda la clase se paseaba por entre los alumnos hablando de Simón Bolívar o de las capitales de Colombia, mientras cada uno de nosotros, en un silencio ejemplar, aguardaba el momento en que se nos detuviera delante para acercarle de inmediato el pie con el espejo entre el cordón del calzado. No era una mujer hermosa, sin embargo su cuerpo sólido y su minifalda nos despertaban los ímpetus de la sangre.
Entonces hubo revuelo en la escuela: nos reunieron en la dirección, nos acusaron de maliciosos y deshonestos, nos rebajaron en conducta y nos enviaron por nuestros padres, que era castigo más temido.
Delante de mi padre, el director repitió el sermón sobre el decoro y la dignidad, me hizo arrepentirme y me obligó a prometer que jamás reincidiría. Mi padre, haciendo gestos de aprobación, reiteraba lo del otro y agregaba sus propias recriminaciones, con lo que me hizo llorar, pues él nunca me dio ese ejemplo: yo era la vergüenza familiar.
Al fin, por entre el callejón de miradas de todos los decentes, abandonamos la escuela. Rumbo a casa, mi padre prosiguió la cantaleta mientras yo caminaba mirando al suelo, temeroso de un castigo nada humano en el más allá; cuando pareció cansarse de sus propias razones y calló, creí que reunía fuerzas para arrancar con más violencia y su reserva momentánea me dolió en la respiración. Deseé que hablara. Al cabo dijo:
¾… Y ¿cómo son las piernas de la tal señorita?



Espejo del alma


Escribiendo sus frases en el tablero y degustándolas palabra a palabra, el padre Betancur nos dio la bienvenida al colegio, una dependencia de la Curia Arquidiocesana emplazada en las montañas al oriente de la ciudad.
Arrancaba la secundaria.
Un día a la semana, en el curso de Orientación Vocacional, a medida que desplegaba en el tablero su inventario de verdades, el padre Betancur se explayaba en definiciones y ejemplos hasta volverlas incontrovertibles. “Nada es más grato a los ojos de Dios que un hombre casto”, “Los ojos son el espejo del alma... Artículos de fe que hervían en mi cabecita de colegial. ¿Qué castigo le esperaría a Jairo Molina, que con sólo doce años ya visitaba a ciertas señoras de San Bernardo en ausencia de sus maridos para hacer con ellas cosas sucias y horribles? ¿Qué habría hecho yo para tener los ojos amarillosos y manchados? Ni siquiera ver lo que veía de doña Rosalba podría justificarlo: en nuestra calle vivía más de uno que  tenía los ojos normales habiendo cometido el pecado mortal de la masturbación. Incluso, Wilson Duque, un pajizo de fama, un onanista campeón, los tenía  diáfanos tirando a verdes.
Yo no entendía.
“Hay dos clases de mujeres: las del alma y las del cuerpo”. Con unas se iba al paraíso; con las otras, al infierno. Las primeras se hallaban en sus hogares y estaban para casarse con ellas, amarlas hasta la muerte y multiplicarse. Nuestras madres y hermanas pertenecían a ese linaje. Las segundas, criaturas de la calle y de los antros de perdición, servían para satisfacer los instintos y valían menos que la basura que depositábamos en canecas para que la recogieran los del camión del aseo.
¿A cuál de estas categorías pertenecía doña Rosalba, que me permitía contemplarla a mis anchas cuando lavaba la ropa en el zaguán de los Herrera, oTeresa, que nos inspiraba frases más picantes que las de las canciones que oíamos en Radio ritmos, o Irene, o Matilde? ¿Debería considerarlas malas, unas perdidas por haberme brindado esas pequeñas dichas? Si no, ¿cuál era la diferencia entre las callejeras y las otras, mis hermanas y mi mamá, por ejemplo, que tal vez sin darse cuenta habían dado a otros unas dichas semejantes? Si no existían diferencias, el padre Betancur, con su arsenal de verdades escritas con tizas de colores, mentía.
Era el reino de la incertidumbre.
Salvo el anhelo de mamá de tener un hijo cura que le estrechara los lazos con Dios, nada explicaba mi ingreso a esa institución sacra. Yo no planeaba ser sacerdote y dedicar la vida a rezar y a compartir con los ángeles y los santos; yo no quería ser nada que me obligara a pasar años y años en las aulas de clases, donde me sentí extraño desde el primer día de escuela porque de tanto esforzarme por decir de mí lo que los demás esperaban oír, la cara se me incendiaba, el sudor me corría por la espalda, la boca se me llenaba de arena y espuma, gagueaba y enmudecía. Si acaso quería algo, era contar historias, como don Pablo, e inventar personajes cuyas vidas parecieran sacadas de la realidad.
Así que no podía ser sino un equívoco que mientras los otros acudían a escuelas y liceos públicos, laicos y gratuitos, yo tuviera que chapotear en las aguas de un colegio religioso, abrumado por verdades que quizá fueran engañifas.
No obstante, los viajes de ida en la mañana y de regreso al atardecer divisando a través de la ventanilla del autobús la ebullición de la vida en los barrios distintos a Belén San Bernardo, la vista panorámica de Medellín desde esas alturas durante los descansos, la biblioteca, adonde casi no iba nadie y yo podía sumergirme tranquilamente en las aventuras que narraban Emilio Salgari o Julio Verne, el templo inmenso y blanco en forma de seno, cuyo interior era un laberinto, una galería de recovecos que no terminábamos de descubrir, la deliciosa comida que las monjas preparaban para los 250 que éramos entre profesores y alumnos, los jardines y los senderos por el bosque húmedo, la piscina, los campos deportivos, en fin, compensaban cualquier consecuencia funesta de ese equívoco.
Por la belleza y comodidad de sus instalaciones, decíamos que el nuestro era un colegio de ricos para pobres.




El ruido de los jóvenes


Es el segundo o tercer sábado de junio y los grandes, que cursan los últimos años del bachillerato, celebran el inicio de las vacaciones: cada uno aportó una cuota, compraron ron y Coca Colas y están reunidos donde Claudia, pues la casa es amplia y su papá tiene un tocadiscos.
Mis amigos y yo, con permiso de quedarnos en la calle hasta las 12 de la noche, observamos a través de la ventana, seguros de que algún día el turno será nuestro.
Me alegra ver bailar el tal Kasachok y el Twist y, sin que me vean, intento mover el cuerpo con la misma gracia y soltura de los mayores.
La Vanegas agita la cabeza y su pelo quiere liberarse de la diadema que lo sujeta; la minifalda se le sube lentamente y, antes de que la vuelva a su sitio, alcanzo a ver sus muslos de revista como hechos para subir escalones de dos en dos; pese a las medias de malla, los imagino, o los recuerdo, de un moreno un poco más claro que el resto de sus piernas. Húber Torres, con su pelo largo, al estilo de Sandro, su camisa de boleros y su pantalón de bota campana sin pretina, parece un ángel poseso: habla y grita y canta mientras danza; a veces pega su cuerpo al de la pareja y, con los ojos cerrados como si no necesitaran ver para ser felices, se hablan al oído y sonríen. Entonces envidio a los mayores por no ser tímidos con las mujeres y temo no llegar a ser como ellos cuando crezca.
La rumba es un gran incendio que se propaga a pesar de que el papá de Claudia irrumpe con frecuencia en la sala para bajar el volumen y recomendarles que coloquen una música distinta.
¾¡Ese ruido no me deja dormir! ¾refunfuña.
A don Gerardo Jiménez le gusta emborracharse y escuchar tangos y canciones de Juan Arvizu y Margarita Cueto, y de Peronet e Izurieta, pero los muchachos lo ignoran porque sólo quieren bailar y estar contentos. Él no resiste más su desvelo y, en piyama y sandalias, semejante a un enfermo del Hospital San Vicente de Paúl, entra en la sala y apaga la Motorola; Claudia, muerta de rabia y vergüenza, lo mira como si se tratara de una aparición maldita.
¾¡Me hacen el favor de desocupar mi casa! ¾dice el bombero de pasiones ajenas de pie en la puerta con el brazo extendido y el índice señalando la noche.
Los bailarines se miran buscando un culpable, recogen los discos y el ron y las gaseosas que les quedan y van saliendo sin chistar, con la cola entre las patas. Claudia corre a su cuarto en el fondo de la casa. Estaba sonando La gallinita Josefina.
Como es media noche, para nosotros también ha terminado la fiesta.
Los mayores tratan de convencer a Marta de que les permita proseguir la celebración en su casa; alguien se ofrece a llevar un tocadiscos portátil. Pero Marta no está segura de que sus papás lo acepten y prefiere ir a averiguarlo. En tanto, los otros se arremolinan en la acera y empiezan a contar chistes.
Yo quisiera permanecer cerca de ellos para oír su cháchara, pero es hora de ir a dormir.
Me despido de mis amigos y parto procurando entender por qué los viejos consideran ruido la  música de los jóvenes, mas la noche, parecida a una piscina en la que es imposible sumergirse por completo, me hace perderme en otras divagaciones.




Mesías criollo


Al principio de los años 70, los jóvenes de San Bernardo deseaban emplearse cuanto antes para ayudar en el sostenimiento de sus casas y tener vida de hombres. Por eso, incluso muchos que podían continuar hasta graduarse, abandonaban el colegio en los primeros grados del bachillerato, cuando ya no se les podía tildar de analfabetas, y salían en procura de trabajo. Pero Medellín no tenía puestos de trabajo para todos y la mayoría terminaba de pie en las esquinas, rehuyendo las batidas policiales, acechando a las muchachas, soñando vidas imposibles.
El café Amarillo era una de las esquinas. Allá iban los mayores de veintiuno a matar el tiempo jugando billar y cartas mientras les llegaba su oportunidad.
A Rubén,  el Perro, le llegó.
Una tarde apareció un hombre del color del cobre, con músculos de acero, con reloj, pulseras y collares de oro, conduciendo una Ranger con brillos de plata, mostrando fulgores de diamante al sonreír. Era Duqueiro, un antiguo cliente que tres años atrás había emigrado a Estados Unidos y regresaba a mostrar las maravillas del éxito: compró licor, contó historias, regaló dólares y prometió ayudar a sus amigos.
Rubén permaneció a su lado, lelo, preguntando y escuchando, celebrando sus aventuras, sintiéndose ya en las avenidas de Nueva York, pues el hombre le ofreció llevarlo en su próximo viaje.
Rubén empezó a pasear por las calles como si el barrio le oliera a mierda y le fastidiara, con un aire de triunfo que hacía rabiar a amigos y enemigos, a hombres y mujeres, especialmente cuando lo oían saludar en inglés y pedir uncigarret o una Coke, lo que llevó a muchos a llamarle Dog en vez de Perro.
A mediados de junio, feliz a pesar del llanto de doña Nora, Rubén tomó un taxi hacia el Olaya Herrera, donde le esperaba su salvador, quien le había dicho que no se preocupara por hacer maletas ya que lo necesario se lo llevaría él mismo.
En el aeropuerto, gestionando lo de sus documentos y sus equipajes, Rubén se sintió en un escalón de la vida más alto: por fin era diferente a los vagos del Amarillo. Luego, desde el avión, viendo el mundo empequeñecido abajo, no tuvo duda de que estaba llamado a dominarlo. Inclusive, con la respiración y el pensamiento aligerados por la vista de ese paisaje de tonalidades azulosas, se sintió poeta. Era su primer vuelo.
Al descender, le habría encantado demorarse contemplando rubias y vitrinas en el aeropuerto y sus alrededores, pero su amigo rápidamente lo metió en un automóvil que los aguardaba para atravesar la ciudad.
¾Algún día vendremos de turistas. Ahora venimos a trabajar ¾le dijo Duqueiro al ver que abría los ojos con hambre de riquezas y modernidad.
Su trabajo en Estados Unidos consistía en permanecer encerrado bajo llave en un apartamento y, ocasionalmente, transportar paquetes desde Miami a otras ciudades o pueblos, entregarlos en el aeropuerto o la terminal a otros compatriotas que se le arrimaban llamándolo “Perro”, y regresar de inmediato, con tiempo apenas para comer un Hot Dog y beber una Coke. En esa época, un trabajo fácil y sin riesgos, en suma.
Pero a medida que pasaban los meses y se espaciaban las salidas, se le hacían más insoportables el encierro, la comida en latas, la televisión en esa lengua incomprensible y el deseo de hembra. Entonces les hablaba a las paredes y bebía whisky hasta embriagarse oyendo a Orlando Contreras y bailando con su sombra las canciones de Gustavo Quintero y Rodolfo Aicardi.
En las noches del 24 y el 31 de diciembre se bañó en lágrimas.
Le rogó a su amigo que, como regalo, le permitiera regresar a Colombia para su cumpleaños la primera semana de abril.
¾¡Cobarde!, ¡Mariquita!, ¡Güevón! ¾le restregó en la cara Duqueiro antes de aceptar, y se lo repitió al otro día, camino del aeropuerto, donde le entregó la visa, un tiquete y un fajo de billetes de cien dólares.
            Rubén fue el primero en abordar el avión para un viaje penoso por el mal tiempo, tras el que debió esperar en Bogotá cuatro o cinco horas hasta conseguir un cupo en el vuelo a Medellín, sin embargo, la expectativa del reencuentro le hizo soltar el llanto al divisar desde las alturas el estadio Atanasio Girardot, el cerro Nutibara y la iglesia de San Bernardo con su cruz señalando a los cuatro lados del universo, todo tal cual lo dejara diez meses atrás. El barrio permaneció inmóvil durante su ausencia, no obstante Rubén hallaba en las cosas y en la gente un calor y un color nuevos que lo hacían odiarse por no haberlos descubierto antes. Se prometió, de ahí en adelante, pensar seriamente en su vida.
Los dólares le alcanzaron para convidar durante una semana unos tragos a los pocos que aceptaban escuchar la narración de sus aventuras en el país de los gringos, y para comprar unas ropas nuevas, una cadena de oro y un taxi de segunda.
Después advirtió que los asiduos del Amarillo lo consideraban un pendejo y se burlaban de él. Entonces no volvió a dar la cara por el lugar.
¾El que nació para maceta no sale del patio de la casa ¾decía al enterarse del viaje de alguien del Amarillo con Duqueiro, y seguía en sus ocupaciones.




Una triste elección


¾Mijo, ¡llévele esto a doña Ruth!
            Como ese es quizás el único recado que no me hace rabiar y odiar mi condición de mandadero, recibo el paquete de plátanos y naranjas y de inmediato salgo a llevárselo a la viuda.
Doña Ruth me pide entrar a su casa. Al pasar por el patio me detengo unos segundos a contemplar a su hija que lava mientras canta muy quedoRomance del cacique y la cautiva; el cha cha cha del restregado musicaliza su canto y un mechón lacio le danza perezosamente en el rostro. Me pregunto en qué pensará y sigo hacia la cocina incapaz de imaginar cuál sería su destino.
Todos vivíamos pendientes de Teresa y le inventábamos frases bonitas para decírselas cuando, aún con su uniforme del colegio, entrara a la tienda de don Pablo. Pero ella ni siquiera nos miraba, sobre todo cuando abandonó los estudios y se hizo amiga de los amigos de Duqueiro, quienes se la llevaban en sus carros nuevos y la regresaban al amanecer, ennochecida, varias horas más vieja, o varios siglos.
Nosotros, al verla salir tan maquillada y sonriente, con sus minifaldas, sentíamos que ya no nos pertenecía y optábamos por hablar de otros asuntos, especialmente porque conocíamos de oídas el carácter de las fiestas a las que era invitada.
Después doña Ruth murió, sus amigos poco a poco desaparecieron o se hartaron de su carne, usada y maltrecha a pesar de  la edad, y ella quedó viviendo sola en una casa de pensión junto al Amarillo, dejando pasar a cuanto borracho extraviado tocaba a su puerta.
Si, en vez de elegir a los amigos de Duqueiro, hubiera elegido a uno de nosotros, ¿cuál sería su historia?
Ahora Teresa va a pararse en una esquina cercana al antiguo edificio de El Colombiano, a esperar que la noche, con tristeza, la vea perderse una y otra vez tras la puerta de un hotelucho. ¿Serán bonitas las frases que le dicen los hombres? ¿Pensará en ello?
Sin embargo, todavía la veo lavando la ropa en el patio de su casa o entrando a la tienda de don Pablo con la libreta de fiados escondida en una mano.
Teresa no necesitó atar hierros a mis pasos para hacerlos lentos.


 Jubilados


A la caída del sol, cuando se reunían en la tienda de don Pablo, los jubilados parecían sostener un pacto: si no estaban todos, no empezaban a contar verdaderas historias; mientras faltara uno del grupo no pasaban de hacer comentarios ligeros sobre el clima o sobre las noticias de Clarín.
Es lunes. Bebiendo una Pepsi Cola, recostado al mostrador, veo un perro que se aproxima a pasitos y se echa junto a los carcamales. Fulano deja de hablar y se queda mirándolo. Los demás giran hacia el animal y también lo observan.
¾Es de raza ¾dice Fulano.
¾Hace días lo veo rondar por estas calles ¾comenta Perano.
¾Pero es de raza ¾insiste el primero.
            El perro se lame una llaga en la base del rabo. Yo, que no le he perdido de vista, comprendo que el pobrecito se está preparando para su último viaje, y un buche de babas espesas me baja por el tragadero.
            Perano se descubre y comienza a pasar el sombrero de una mano a otra.
            ¾En esas condiciones, la muerte es una gracia ¾dice.
            ¾Pero todavía tiene los dientes… Y le brillan los ojos ¾repone Fulano.
            ¾Cualquier muerte ¾añade Perano para sí mismo. Descarga el sombrero sobre las rodillas y se enjuga con un pañuelo que alguna vez fue blanco.
El aire no vuela, no es época de bailar sus danzas; los gallinazos son trizas de noche pegadas al cielo.
El perro jadea ignorando los cuchillos de las moscas que lo sobrevuelan. La luz pierde brillo y las cosas empiezan a uniformarse. Se inicia el regreso de las muchachas del Montini, con sus uniformes blanco y mostaza recogidos en la cintura para que podamos verles las piernas, o imaginarlas.
¾Esta vez ganará nuestro partido… ¾ comenta alguno.
¾Ya no importa lo que suceda. Da lo mismo... ¾opina otro.
Así, dando la impresión de que ya lo vieron todo, pasan la tarde los jubilados de San Bernardo.
Cuando la sombra se extiende y vela el barrio, un niño que va de la mano de la mamá, a distancia, les lanza una mirada llena de preguntas y picardía. Ellos, indiferentes, se marchan cada uno a su casa. El perro los mira y evalúa, elige a Mengano y lo sigue con trotecito de jorobado.




Teatro Mariscal


En el Mariscal vimos nuestras primeras películas de cine. Íbamos allá los martes, que era el día de los dobletes por $ 1,75. Íbamos para ver luchar a Blue Demondo al Santo, el Enmascarado de Plata, para participar en las guerras de cáscaras y frutas de mango y para chiflar y reírnos del mundo y de nosotros.
Íbamos al teatro Mariscal a hacernos hombres.
También iban algunas muchachas de San Bernardo, lo que a nadie escandalizaba sobre todo porque eran de esas que ya no tenían nada que cuidar o no temían perderlo. Iban a hacerse mujeres.
Guacherna, al fin y al cabo, era la clientela del Mariscal. Por eso ver allí a Nana (quizás su nombre fuera Diana o Adriana), no era motivo de escándalo sino de tristeza.
Nana Restrepo tenía 14 años, dos o tres más que cualquiera de la barra, lo que no impedía que todos anduviéramos enamorados de ella. Usaba bluyines apretados y tenis de lona y al andar parecía una gata en celo. Además su cabello rubio era el primer cabello rubio que veíamos en la realidad y ese hecho le confería un poder que ella parecía reconocer y emplear en su provecho: no miraba a nadie de la cuadra.  Su hermanita Luisa era igualmente rubia, de ojos verdes, pero nosotros estábamos enamorados de Nana.
¾Allí está Nana ¾dijo Hernán avanzada ya la primera película del doblete, en medio de un combate, y me la señaló con los ojos.
Comprendí por qué desde hacía rato él guardaba silencio, por qué no aturdía con su silbido estridente.
La vi dos filas más adelante, al lado de un desconocido cuyo rostro se hacía esquivo con el cambio de luces. Él la tenía abrazada y no dejaba de besarla. Nana se movía como si estuviera incómoda y se le juntaba un poco más cada vez, como agobiada por el frío, como si le urgiera refugiarse dentro de ese tipo. Entonces sentí ganas de lanzarle algo y lastimarla, ganas de gritarles que dejaran ver la película. Sentí que una cosa interior se me rompía y lloré en secreto.
Nunca más volví al teatro Mariscal. Todos los martes, en la tarde, a la hora del doblete, tenía algo que hacer. Pero lo que más recuerdo es que en adelante no podía soportar la presencia de Luisa, su voz chillona, su risa, su respirar ruidoso. Ni siquiera soportaba su pelo dorado y sus ojos verdes. No solo se me rompió el amor. También la amistad se me hizo añicos.


Loco amor


Irene no estudiaba y quizás no sabía más que leer y escribir. El día se le iba chismeando en el antejardín, coqueteando con los choferes de los buses de San Bernardo y acompañándolos en sus viajes.
Según sus propias palabras, “conocía más palos que Tarzán". Así que no era propiamente una chica de vida ejemplar. Además era hija de Mirta Alzate, la verdulera, lo cual bastaba para que las señoras la consideraran indeseable, alguien de quien había que apartar a los hijos.
Pese a ello, para nosotros constituía un encanto. Con ella no había que ser bien educado: hablaba de fútbol y de sexo igual a cualquiera de la barra, contaba chistes verdes y no se enojaba si a uno se le iba la mano o la mirada.
Todos ansiábamos poseer ese cuerpo menudo y blanco salteado de pecas, recostarnos en su vientre, acariciar y besar sus pechos, enredarle el cabello negro. Pero no éramos choferes. Ninguno, por Irene, deshonraría a su familia.
Bueno, no exactamente ninguno. Jorge Montoya, el hermano de Ramiro, sí lo hizo. Y eso que la suya era una de las familias más piadosas de San Bernardo.
Irene desapareció un viernes. Al domingo, su mamá y sus hermanos pasaron a averiguar por ella donde los vecinos: en efecto, nadie la veía desde la tarde del viernes. También Jorge se fue sin dejar rastro y en su casa se preguntaban qué le habría sucedido. Se difundió el cuento de que andaban juntos y un malicioso llegó a decir que Irene y Jorge estaban en luna de miel.
Al martes o miércoles, ambos amanecieron en sus respectivos hogares. Pero de ahí en adelante, Jorge, como si no soportara la vergüenza, sólo salía de su casa para ir al trabajo. Su rutina era: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa.
En la tienda de don Pablo, que ya comenzaba a ponerse triste, se murmuraba que su comportamiento se debía a estar enyerbado.
Ramiro sentía que la ignominia de ese “enyerbamiento” lo alcanzaba tanto como a su hermano y que la manera de expiar su parte del pecado era el encierro, y también dejó de frecuentarnos.
A los dos o tres meses, el malicioso aseguró que Irene estaba embarazada. Y se inició el tejido de probabilidades. Unos afirmaban que el hombre era un chofer que vivía en el sector de Las Playas; otros la vieron con un mecánico de El Rincón. La mayoría, en fin, se resistía a creer que el responsable de esa preñez fuera nuestro amigo, y no veía allí más que una trampa tendida por la verdulera para atraparle marido a su hija.
 ¾Le cogieron la cría al hijo de doña Emma, ¾comentó don Pablo.
A todos nos quedó resonando su frase.
Jorge, que deseaba ser papá y cada día pasaba más tiempo al lado de Irene, resolvió casarse con ella. Pero sus padres y hermanos se opusieron con vehemencia.
Mirta la verdulera, barriendo la acera de su casa, no se cansaba de gritar que denunciaría a Jorge si los Montoya no le reparaban el daño.
Los Montoya compraron su silencio. De ese modo, Jorge permaneció soltero, Irene tuvo un hijo a quien dio sus propios apellidos y la verdulera, que a pesar de su edad usaba vestidos cortos y escotados, se embriagaba, decía obscenidades, retaba a las vecinas, entraba hombres a su casa y, sobre todo, no iba a la iglesia, amplió su puesto en la plaza de mercados y se volvió allí una señora.
La familia Montoya, con su honor intacto, se mudó a otro barrio. Pero Jorge, que con el paso del tiempo contrajo matrimonio con una señorita y tuvo hijos, siguió yendo a San Bernardo: ocultándose de los vecinos, se le veía llegar a la casa de Irene a tirarle cartas bajo la puerta, a llamarla por la ventana, a llorar como un perro atado al poste de la luna, hasta que ella se fue a convivir con un camionero. Entonces él empezó a rondar día y noche nuestra calle, que había sido la suya, semejante a un sereno, con los ojos abiertos como si esperara la aparición de un ángel. Segundo a segundo, se le veía envejecer.
Nosotros nos preguntábamos qué podría haberle dado Irene para que él llegara a amarla hasta el punto de no importarle más que su amor. Y todos teníamos alguna respuesta. Mi corazón se desbocaba al pensar en ello.
Las señoras nos recomendaban tomar a Jorge como un espejo y escarmentar en su cabeza, pero ni siquiera hoy consigo entender si lo que querían decirnos era que en caso de casarnos lo hiciéramos solo con la mujer a quien amáramos locamente sin importar su condición y sin importar cuanto dijeran los demás, o, por el contrario, que por nada del mundo nos enamoráramos. También cuando intento dilucidar este punto mi corazón se agita, y prefiero ocuparme de otras cuestiones.


Mirta


Los pobladores de San Bernardo celebraban en privado ciertas actitudes de Mirta que en público rechazaban:
            ¾¡Qué verdulera! ¡Qué lengua viperina! ¾exclamaba una señora después de oírla lanzar sus dardos con curare.
¾¡Esa sinvergüenza no respeta! ¾opinaba otra.
Y un señor:
¾¡A esa vieja no le importa dañarles la honra a las personas decentes!
Pero en la intimidad, todos ataban cabos sueltos, aclaraban lo oscuro y confirmaban conjeturas: la que acusó a Mirta de tener lengua viperina por pregonar desde su acera, a voz en cuello, que don Pablo les robaba a todos apuntando en las libretas de fiados más de lo correcto, comprendía por qué, al pedir la cuenta de los víveres de la semana, las cifras del tendero nunca coincidían con las suyas, siendo, inexplicablemente, más elevadas; la que la calificó de irrespetuosa, hallaba que Mirta había dicho exactamente lo que ella deseaba decir; el que la tildó de ser una amenaza para la honra ajena, sentía que, por fin, alguien daba al otro su merecido.
A la hora de condenar sus actos, la llamaban verdulera, sinvergüenza y vieja; a la hora de celebrárselos, Mirta y doña Mirta.
Mirta Alzate no sabía que los comentarios que solía hacer en voz alta para divertirse mientras barría la acera provocaban en los vecinos reacciones tan contrarias según estuvieran en la calle o en la seguridad del hogar, en público o en privado, o lo sabía y no le importaba.
¾¡Yo soy yo! ¾repetía¾. ¡No le pertenezco a nadie y no tengo que darle gusto a nadie!
El apelativo de verdulera se debía a una generalización malévolamente equívoca, pues en su puesto de la plaza de mercados vendía flores y sólo ocasionalmente legumbres y verduras.



Un tiempo mejor


En nuestra calle jamás vivió un policía y eso la hacía menos triste: podíamos jugar futbolito o lo que nos provocara sin que los hombres de verde y cachiporra estuvieran rondando cada hora con el propósito de dispersarnos y confinarnos en las casas. Además no estábamos forzados a aceptar en los juegos a un hijo de policía, siempre mandones y de mal carácter. En cambio, teníamos un detective, que era de más caché. A mucho honor, habitábamos “La calle de Raúl el detective”.
Aunque su zona de trabajo era el centro de la ciudad, Raúl el detective no dejaba tranquilos a los malevos de San Bernardo ni de día ni de noche, ni al sol ni a la sombra. Detestaba que bebieran alcohol y fumaran marihuana y los mantenía a raya. Perseguirlos y amargarles la existencia era su apostolado, para eso nació. Y ellos, resignados a su autoridad, a su revólver, preferían escurrirle el bulto como a un leproso.
A Chinga, Ganso e Ismael, tan hombres con el cuchillo, los vimos volar a ocultarse y huir por los tejados. Pero él los olfateaba. Lo que no sirve, estorba, decía cuando agarraba a alguno y a empellones lo subía al carro en que patrullaban los de la secreta, que no tenía distintivos pero gracias al ronquido de su motor lo advertíamos mucho antes de verlo.
Raúl el detective encarnaba un poder superior hecho de un metal más recio que el acero. En una ocasión, Baranda y Chinga, identificados en el aborrecimiento y el temor a su común enemigo, se aliaron para enfrentarlo: Chinga quedó tendido en la vereda, con los ojos inmensos, al lado de su puñal; Baranda encajó un plomo que en las noches de invierno le estropeaba la respiración.
Pero el tiempo no eximió de sus rigores a los malevos y guapos de San Bernardo. Los que no murieron en su ley, fueron desbancados por sujetos con cadenas de oro, autos de oro, pistolas de oro y corazones de similor.
Con fajos de dólares, los sucesores de Ganso y Chinga tapaban la boca a los vecinos que desaprobaban su afición al vicio y la bellaquería. Patrocinaban equipos de fútbol, hacían correr ríos de aguardiente, rifaban mercados.
Se consideraban Robin Hood.
Entonces, sin a quien intimidar, Raúl el detective se dedicó a escuchar las quejas de las señoras por un jardín estropeado o un vidrio roto con un balón, y en una libreta fue confeccionando su lista negra de culpables con nombres de antiguos admiradores, a los que amenazaba con hacerlos pasar por la sección de reseña en la estación policial. El azote del malevaje se consagró a ganarse el odio y el temor de los niños y los jóvenes zanahorios como si de odio y temor ajenos se nutriera su alma.
Al verlo en el bar La Milonguita, ventrudo y canoso, en compañía de Duqueiro, a quien le hace toda clase de recados y diligencias a cambio de una propina, siento que los muchachos de mi época fuimos más afortunados y, dándome ínfulas de viejo, me digo: “Todo tiempo pasado fue mejor".


Walter Ortiz


“Walter subió como palma y bajó como coco”. Así resumía San Bernardo la historia de Walter Ortiz, que fue químico o cocinero, como se les denominaba a quienes procesaban las toneladas de cocaína que iban a parar a las narices de los gringos.
Walter apenas se asomó a la secundaria, pero, gracias a su viveza, Duqueiro lo vinculó al Cartel de Medellín, del que él era un socio menor, para entrenarlo en los secretos del oficio.
A la sombra de su padrino, Walter se desempeñó como ayudante de laboratorio, trasnochando, madrugando y corriendo más que sus colegas, hasta que el químico principal, su maestro, resolvió darle largas, dejarlo solo y responsabilizarlo de trabajos significativos. Entonces se hizo millonario en un dos por tres.
            Sus primeras adquisiciones fueron un automóvil Mercedes Benz blanco perteneciente a un rico de renombre y una camioneta Toyota negra de último modelo, dos carrazos intocables que chillaban en nuestra calle, frente a su casa, a la cual, para que no desentonara, remodeló construyendo la segunda planta y enchapando de mármol la fachada, al estilo de los mausoleos: así la casa chillaba también; luego se dedicó a invertir las ganancias, una y otra vez, en pequeños envíos de droga a Norteamérica, lo que le permitía seguir gastando en carros nuevos y en nuevas remodelaciones: tercera planta para poder habilitar varios garajes, cuartos de baño con grifería de lujo; una cocina con mesón de acero inoxidable, pisos de mármol, puertas y ventanas de aluminio, orquídeas en los balcones… En tanto, le iba cogiendo gusto al whisky en las rocas, a los mariscos y los cigarros importados de Cuba. A los hermanos, que, en vano, morían por montar en sus autos, exhibirse y farolear, por el momento no les daba nada, ni un centavo, porque su proyecto era entablarle un negocio por lo alto a cada uno de ellos, el que cada cual quisiera según sus gustos y habilidades, y para eso debían tener paciencia. El segundo proyecto era patrocinar un restaurante para los hambrientos y, el tercero, construir por su cuenta una placa polideportiva iluminada, en la manga donde toda la vida jugaron los futbolistas del barrio.
Con el fin de no ser inferior a la enormidad de sus sueños, un día decidió apostar duro: vendió los carros más costosos, hipotecó la casa, recibió cuanto efectivo pusieron a su disposición los agiotistas y de ese modo reunió un capital considerable que invirtió en un gran envío cuyas ganancias, si las cosas marchaban según los planes, como en las oportunidades anteriores, le darían de sobra para realizar las más descabelladas fantasías. Pero, merced a un soplón de la competencia, un miembro del Cartel de Cali, la DEA decomisó el cargamento en las aguas de Florida.
El decomiso ocurrió un lunes. Él se enteró por los noticieros de televisión el martes, y el miércoles, cuando iba a organizar sus finanzas para recomenzar, ya los acreedores se le habían rapiñado todo dejándolo en la cochina calle, en el punto cero. Entonces el nuevo Walter Ortiz se trasteó a una casita de alquiler en las afueras de San Bernardo, en la ruta de El Rincón.
Del fugaz período de esplendor le quedó un conocimiento que se volvió obsoleto, pues mientras él se ocupaba en gastar e invertir para poder gastar más, todo en el oficio de químico o cocinero cambió: eran otros los insumos y los procesos; había muerto el capo del Cartel y ya los jefes eran otros que él ni conocía. Le quedó también el gusto por el whisky, los habanos, la langosta y los langostinos. En un armario de la sala que hacía las veces de bar, mantenía botellas de Chivas Regal y Black Label llenas de agua. Cuando deseaba embriagarse, les cambiaba el agua por ron de fabricación nacional, del más barato, comprado con lo que la esposa ganaba en su trabajo como peluquera a domicilio, y se sentaba junto a la puerta, en el andén, con las botellas a un lado, a beber a la vista de todos. A falta de puros, fumaba cigarrillos Pielroja.
¾Mijo, ¿prefiere langosta o langostinos? ¾le indagaba los domingos la peluquera a voz en cuello, de forma que la oyeran en las casas aledañas, como si se tratara de un rito antes de ponerse a preparar el almuerzo, que solía consistir en un plato de arroz o de espaguetis con huevo y tajadas fritas de papa o de plátano maduro.
Aunque era un alarde inútil, pues en el vecindario nadie sabía de langostas ni de langostinos, él prefería hoy langosta y mañana langostinos.
 En su idioma familiar, la primera, langosta, equivalía a arroz; a espaguetis equivalían los segundos.
Los charlatanes hacían chistes flojos.






Ahorrador feliz


Como si se tratara de una genialidad, Zutanito contaba que cuando en su casa compraban carne, don Nelson Páez, el padre, se paraba junto a la madre a dividir en dos, y a veces en tres, las porciones que ella sacaba obrando prodigios, y así no comían carne una sino dos o tres veces en la quincena. Contaba que tenía calculado el costo de comprar en la tienda de don Pablo un café en cada reunión de jubilados, cinco o seis días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, y que optó por privarse de ese gusto, que era un despilfarro, al comprobar que el gasto equivalía a una fortuna, y cambiarlo por un vaso de agua del acueducto, más conveniente para la digestión y el cual don Pablo no le negaría. Contaba que, sin embriagarse, el hombre era capaz de mezclar cerveza con aguardiente, whisky, ron o cualquier clase de trago, siempre y cuando saliera del bolsillo de otro bebedor. Contaba que la mujer que iba a plancharles la ropa tenía que traer de su casa el almuerzo y lo que fuera a comer en la tarde.
¾Nelson Páez guarda una meada para dos cagadas ¾aseguraban los jubilados.
Quizá porque lo imaginamos, en el barrio se sabía que el bisabuelo de Zutanito dejó enterrada, junto a una roca al borde de una barranca que ningún guaquero pudo ubicar, una tina repleta de morrocotas; que el abuelo, que era mendigo a pesar de poseer casas y locales comerciales en el marco de la plaza de su pueblo, murió a la edad de 102 años sobre un colchón andrajoso y traspasado de caca y meados, relleno de billetes antiguos, sin valor, y vales y pagarés firmados por difuntos.
            Zutanito, desde luego, no veía nada reprobable en las conductas de sus ancestros. Por el contrario, en muestra de amor filial, celebraba sus audacias ahorrativas.
Cuando se nos antojaba ir a las mangas del Manzanillo a preparar uno de esos sancochos en que cada comensal aportaba lo que fuera a comer, una papa grande, media yuca, un plátano, una zanahoria, en fin, lo que le permitieran sacar de la cocina de su casa, preferíamos que Zutanito ni se enterara. Un día nos sorprendió al aportar para la olla una papa mediana, un plátano maduro y un tercio de yuca; era insólito que no se hubiera presentado con las manos vacías, pero más nos sorprendió cuando aparecieron sus invitados: su hermanita y tres compañeros de estudio que no tenían nada que ver con nosotros y que a la hora de comer no eran gente sino animales.
Porque lo tenía en la sangre, Zutanito esperaba, al estirar la pata, ser el muerto más rico del cementerio.
            Inventamos el verbo zutanizar. Si alguien daba muestras de cicatería, decíamos de él que estaba zutanizando.




Juan Ospina


A Juan Ospina lo trajo a San Bernardo don Pablo, su suegro.
Como era adinerado compró una casa, una camioneta Chevrolet de mediados del siglo y un comercio de abarrotes al por mayor en un local de Guayaquil. Se decía que siendo peón de una mina en Segovia, poco a poco, con paciencia, depositó partículas de oro en un trozo de manguera inservible que mantenía escondido, y al llenarlo le pidió al capataz que le permitiera llevárselo para hacer una reparación en su vivienda. El capataz accedió, al fin y al cabo lo que el otro le pedía era un deshecho, y desde entonces Juan Ospina no volvió a su trabajo.
Juan Ospina era el rico del que se enorgullecían sus cuñados y sus suegros, a quienes les puso una tienda en el barrio, pues era la imagen viva del bienestar, como la del cromo Yo vendí al contado.
A diferencia de los botes de basuras de nuestras casas, donde el chatarrero no encontraba más que cáscaras de plátano y papa, plásticos y papeles sucios, en el de la casa de Juan Ospina hallaba latas de salchichas, frascos de mermeladas y conservas, tarros de galletas, periódicos, juguetes con algún desperfecto sin importancia…
Comer bien era su segunda afición. La primera eran los gallos de pelea, de los que llegó a poseer varias docenas de los de mejor sangre y más asesina espuela. Entonces alquiló el patio de los Herrera y construyó galerías de jaulas de malla para alojarlos, y allí pasaba los días alimentándolos con hígado de res, banano y papaya, masajeándolos, friccionándolos con alcohol, entrenándolos, hablándoles con una dulzura que envidiaban sus propios hijos.
Durante la semana preparaba con especial dedicación a cinco o seis de sus mejores ejemplares y en la tarde del sábado salía con ellos, cada uno en un guacal, hacia las galleras del barrio Guayabal o hacia un pueblo cercano que estuviera de feria.
Siempre buscaba a algún muchacho de nuestra calle para que cuidara sus animales en la trastienda de la gallera mientras él apostaba y se divertía y sufría con las riñas en la arena.
En una ocasión acepté acompañarlo a Barbosa, sobre todo porque me atraía la idea de montar en su camioneta, que era cómoda y roncaba con fuerza en las pendientes.
Muy poco me ha quedado de ese viaje. Recuerdo que ya en el parque del pueblo paramos a comer frituras en un ventorrillo y luego nos entramos a una especie de galpón donde los hombres iban y venían afanados alrededor de un tumulto, la mayoría bebidos, negociando apuestas. Yo me paré en un extremo al lado de los guacales, en compañía de muchachos, como yo, contratados por otros galleros.
Al igual que los demás apostadores, Juan Ospina se paseaba acariciando a alguno de sus gallos o contando billetes, se perdía en el tumulto, reaparecía... Mi memoria lo conserva en la imagen de un ánima en pena.
Tras un viaje en silencio, con la luna redondísima como un vigía en el cielo, volvimos a casa ya entrada la noche. Cuatro de los guacales estaban vacíos; en los otros dos descansaban dos criaturas maltrechas, dos amasijos de sangre y plumas, a una de las cuales le faltaba un ojo.
Pero a pesar de los reveses, Juan Ospina persistía con sus animales. Cada sábado, acomodándolos en la camioneta, parecía un general disponiendo sus escuadras.
De esa suerte perdió hasta la camisa. Lo último que vendió fue laChevrolet, a la que logró reparar después de tenerla tres meses abandonada al frente de la casa de inquilinato donde vivía entonces. La plata le alcanzó para cancelar algunas deudas y fletar un camión que lo regresara a su pueblo con su familia y sus trebejos.
No llevaban gallos: de seguro a los últimos se los comieron poco a poco.
Yo me pregunto: ¿Por qué a algunos les estorba una vida tranquila y segura?, ¿por qué necesitan arriesgar lo que poseen?, ¿por qué ese gusto por la aventura? Y no hallo respuesta. Sólo me digo que hay destinos de destinos.


Futurista


Prudencio Palacio, el único morador de San Bernardo que compraba libros, los guardaba en una vitrina cerrada con llave, en la sala, y a nadie le permitía tocarlos. Ni a los hijos. Yo babeaba releyendo a través del vidrio los títulos que encendían mi imaginación: Los buscadores de oro20.000 Leguas de viaje submarino, El llamado de la selvaLa montaña mágica
El caso es que no los prestaba a nadie para que no se los fueran a deteriorar, pues los quería intactos, aún oliendo a papel nuevo, cuando se jubilara y pudiera dedicarse a la lectura.
Nunca fue de paseo más allá de su pueblo natal y nunca se inscribió en las excursiones que sus colegas de la empresa de energía organizaban para la época de vacaciones, en parte subvencionadas por la misma empresa y por el sindicato: prefería ahorrar para poder darse el gusto de visitar los centros turísticos más importantes del país, y quizá del extranjero, cuando se jubilara. En un mapa del Atlas mantenía numerados con tinta roja los lugares que visitaría, empezando por el Cabo de la Vela, en la Guajira, Colombia.
Cuando se jubilara dedicaría las mañanas a recorrer los cerros, desde donde se divisa la ciudad. Con frecuencia recontaba los años, los meses y los días que le faltaban para alcanzar la jubilación. Y la habría alcanzado en estado de perfecta salud si no hubiera sufrido ese derrame cerebral que le escamoteó la vista, el habla y parte del entendimiento. Ahora debe esperar que la esposa o los hijos empujen su silla de ruedas hasta la acera para sentir el sol y el viento en su rostro, o hasta la tienda de don Pablo a la hora en que se congregan ahí los viejos, para oírlos charlar y reír aunque no comprenda nada de nada, y eso solo le debe bastar para alegrarse.




Gustavo


A ciencia cierta, de Gustavo Arenas sabíamos que laboraba en una fábrica de textiles y que era sindicalista. Lo demás eran conjeturas, pues los mellizos, sus hermanos menores, miembros de la selección de fútbol del Liceo Antioqueño, se resistían a hablarnos de él. En compensación, nos regalaban almanaques con fotografías en blanco y negro del Che Guevara fumando tabaco y de un tal Camilo Cienfuegos, y nos mostraban libritos hechos con papel de Biblia, entre los que recuerdo uno titulado El diario del Che, alargado y con letra menuda... Cosas que le enviaban a Gustavo desde Cuba, donde había ocurrido una revolución.
Entonces Gustavo nos parecía un hombre importante y le perdonábamos que fuera tan serio y para nada se relacionara con los muchachos del barrio. ¡Buenos días! o ¡Buenas noches! era cuanto se le oía decir al entrar a la tienda de don Pablo por  cigarrillos. Y eso que sólo se dirigía a los mayores.
Pero un lunes no regresó a casa y al martes avisaron de la fábrica que Gustavo no había ido a trabajar. Tres días más tarde, al enterarnos, quienes estábamos en la esquina pensamos que era otra vez la misma historia de Jorge Montoya, que sin avisar se perdió todo un fin de semana, armando tremendo alboroto a lo largo y ancho de la cuadra, para salir después con que andaba de paseo con una vecina, que luego resultó embarazada. Así que no prestamos más atención hasta que vimos a doña Fanny entrar y salir de su casa como una desquiciada, berreando y jalándose el cabello.
¾¡Mi muchacho! ¡Mi muchacho! ¾aullaba.
Si don Rafael Arenas hubiera estado vivo, de seguro habría berreado y aullado igual.
Aunque pusieron denuncias y avisaron por la radio de su desaparición, el tiempo pasaba sin que Gustavo apareciera a pesar de que iban a buscarlo a decenas de lugares donde les decían haber visto a alguien con sus rasgos. En esas ocasiones, doña Fanny y sus dos hijos salían tan contentos que cualquiera que no conociera su tragedia pensaría que se trataba de una familia que iba de paseo al campo. Mas, siempre retornaban solos y volvían a encerrarse como si quisieran defenderse de una peste.
Jamás apareció Gustavo Arenas, no obstante su madre, aún en su lecho de muerte, se fatigaba esperándolo y haciéndoles encargos a los menores:
            ¾Cuando llegue Gustavo, no lo dejen meterse a la cocina; sírvanle ustedes la comida ¾les decía.
            Esa fue una pérdida grande para San Bernardo: al desaparecer Gustavo, también desaparecieron doña Fanny y los mellizos: a ella la extrañaban las demás señoras; a ellos, nosotros.
Todos estábamos de acuerdo en que una revolución no valía la pena si para hacerla era preciso perder un hijo o un hermano.



Las señoras


De ocho a once de la mañana, conversando de pretil a pretil y riendo a carcajadas por las ocurrencias que se cuentan, las señoras de San Bernardo son las dueñas de la calle. Bien sea que estén arreglando el jardín, sacudiendo las ventanas y barriendo la acera, o vayan de camino a la tienda o a la carnicería a comprar lo del diario, todas aprovechan para detenerse unos minutos a platicar, no del Gobierno, la Guerra, la Paz o quién sabe qué otros temas mayúsculos, sino del precio de la leche, del hijo que está prestando el servicio militar y vendrá en la próxima licencia, de la hija que pretende contraer matrimonio con un tarambana, de los tarambanas que tienen por maridos, y que aman.
El tendero y el carnicero, que saben que cada una guarda en el corpiño un monedero con lo suficiente para pagar lo que llevarán a los suyos, y si no fuera así estarían prestos a fiarles, les permiten el regateo y les dan cuerda para que se desahoguen.
Las señoras se aburren confinadas en sus casas, pero son capaces de comprar una estrella para iluminarlas, para transformarlas en un refugio donde la familia pueda llegar a reponer fuerzas después de la batalla, para convertirlas en un hogar inapagable contra el invierno.
Aunque me gusta imaginarlas sin una pizca de maquillaje, el pelo atado con una cinta o una hebilla barata, con sus vestidos de entre casa y sus chanclas de colores, de un lado a otro en las cocinas, o extendiendo la ropa al sol en los alambres de los patios, o remojando y hablándoles a las matas que cultivan en las terrazas y los solares, prefiero verlas en el agite de la calle como reyes por un momento liberados del peso de sus tronos.
Si el mundo se viniera abajo, las señoras de San Bernardo, que lo saben todo antes de que suceda, podrían rehacerlo en un santiamén con una sola mano.



Berta Jaramillo


¾Vimos en el parque a don Lisandro ¾comentó Lucy Villegas¾. Iba con Maritza, la hija. Y agregó¾: ¡Cómo ha crecido esa muchacha!
De haber previsto las consecuencias, Berta Jaramillo jamás habría entrado al consultorio de madame Inés, pues la adivinación y demás enredos metafísicos le parecían bazofia. ¿Qué otra cosa podía ser, si no charlatanería, decirle que su marido, Lisandro Posada, el padre amantísimo de sus siete hijos, un hombre que les ponía la pata a todos en seriedad y responsabilidad, un caballero de pies a cabeza, mantenía tratos con otra mujer desde hacía años? Sin embargo, quizá por la seguridad que emanaba de la pitonisa, comenzó a cavilar. ¿Tratos?, ¿qué clase de tratos?, ¿un envidioso le llevó ese infundio o, en efecto, lo leyó en el poso del café?
A pesar de buscar claridad y sosiego en la oración, Satanás, que no dejaba de azuzarla con el tridente de la duda, la puso a atar cabos: semanalmente, el hombre salía en la mañana sin decir hacia dónde y regresaba pasado el mediodía, o salía después del mediodía y regresaba al anochecer; a veces, sin que hiciera gastos evidentes, declaraba no tener ni un peso en los bolsillos; a veces no podía estar en casa cuando se le requería… Una mezcla de actos que por sí solos no trascendían, pero reunidos y sumados a un rosario de preguntas sin respuesta le produjeron ganas de fisgonear en sus cajones y espiarlo en las calles, no obstante, se había refrenado: ella opinaba que, a su edad, la sola desconfianza era muestra de una chochez que aún no estaba dispuesta a admitir.
Pero las palabras de Lucy Villegas, dichas con su naturalidad característica, le indicaban, como una revelación, que lo dicho por madame Inés era cierto y que, además, el barrio entero lo sabía, menos ella.
La boca se le llenó de arena; las piernas, de plomo, no la iban a sostener.
Se recostó a la pared, donde el sol daba de lleno. La luz le dolió. Le dolía haber pasado de la ignorancia al conocimiento.
Lucy Villegas la cogió por un brazo, la condujo adentro de su casa y la ayudó a sentarse en el sofá. Ella reunió fuerzas y tomó aire.
¾Sí, ha crecido bastante ¾dijo con una entereza que ni ella misma se conocía. Con una lanza atravesada en el pecho, se incorporó y se dispuso a salir.
La otra comprendió que en esa ocasión no habría intercambio de chismes ni conversación alguna, y le cedió el paso.
Berta Jaramillo se marchó sintiendo que era un gusano y se arrastraba.
¿Cómo pudo vivir más de tres décadas con un hombre cuya vida apenas conocía? Aparte de los siete hijos con ella, tenía, al menos, otra hija. ¿Quién era él, en realidad? ¿Qué papel jugaba ella en su vida?
Dudando entre apurar el paso para llegar a casa a hacer algo que ni lograba imaginar, caminar con toda la lentitud de que fuera capaz para no llegar nunca a ningún sitio, o dar media vuelta y huir, huir, y que ya nadie volviera a saber de ella, sus pasos la llevaron a la iglesia de San Bernardo. Avanzó hasta las primeras bancas, frente al altar. Ahí podría pensar. Dios la iluminaría, le señalaría un proceder.
El silencio le hablaba: Lisandro tenía otro universo que ella ignoraba: Lisandro era, al menos, dos Lisandros. ¿Qué era ella para ese otro Lisandro?, ¿qué opinaba respecto de sus gustos, sus ideas y sus sentimientos? Llevaba décadas compartiendo la cama con un extraño, alguien que quizá practicara vicios inconfesables... Intentaba odiar a su Lisandro, pero se lo impedía eso que sintió por él desde siempre. ¿Qué era eso? Dudaba de que fuera amor. Ya no sabía qué era el amor.  Quizás amor, reflexionaba, fuera sólo una palabra para designar las cargas a que habitúa o condena a las personas la vida en pareja¾paciencia, resignación, tedio, frustración¾. Una palabra para ocultar lo aborrecible de una relación.
Nunca antes sorprendió a su Lisandro en un desliz, digamos que confundiera su nombre o la involucrara en anécdotas de las que ella ni tenía noticia; jamás un indicio de una existencia paralela, jamás un cuerpo del delito. Siempre consideró a su Lisandro un hombre sin dobleces. Un hombre del hogar, doméstico. Y de improviso hacía un descubrimiento: el cordero ocultaba a un lobo.
¿Y los hijos? ¿Quién les daría la nueva? ¿Ellos sí lo entenderían?
Dios tardaba en hablarle.
Lucy Villegas, que se quedó observándola al marcharse, continuaba preocupada por la salud de su vecina: esa palidez súbita en la cara no podía anticipar nada bueno. ¿Y si era el preámbulo de un desmayo? No debió dejar que se fuera sola. También temía ser la culpable, tal vez dijo algo inoportuno. Mas, ¿qué pudo ser? Deseó estar con ella para cuidar que no le fuera a suceder ningún percance.
Se prometió mantenerse al tanto de su salud. Cuando se encontraran de nuevo, ya sabría qué recomendarle.


Festival de Ancón


La primera noticia sobre el Festival de Ancón nos la dio el afiche que un fantasma pegó en una pared de la tienda de don Pablo, un cartón rojo satinado con el signo de la paz y el amor en negro formado por un hombre y una mujer desnudos. Si no fue por ceguera, ignoro por qué don Pablo dejó colocar en su establecimiento semejante cartel, pues no es probable que él aprobara un movimiento con fama de andar incitando a la inmoralidad y el consumo de marihuana. La segunda nos la dio Gildardo, que ponía todo su entusiasmo en hacer lo que le venía en gana, y más si así levantaba ampolla en los espíritus con telarañas.
Yo no asistí a esa fiesta de la libertad por dos razones: la primera fue que en el barrio, San Bernardo, las únicas celebraciones públicas y masivas eran las relacionadas con la oración, la parranda navideña y el deporte.
Causaban admiración las representaciones en vivo, las ceremonias y las procesiones de la Semana Santa, las comilonas y borracheras familiares en diciembre y las romerías que acudían a la autopista a presenciar el duelo entre los dos héroes locales, Cochise y el Ñato Suárez, en la llegada a Medellín de laVuelta a Colombia en bicicleta, y dicho festival no cabía en ninguna de esas categorías. Por tanto, en cierta forma era como si se tratara de algo que ocurriría en otro planeta. La segunda fue que mis papás no me lo permitieron: apenas tenía algo más de diez años y entonces, a diferencia de hoy, salvo las rarezas humanas como Gildardo, los niños pedíamos autorización antes de actuar y, nos gustara o no, acatábamos cualquier disposición de los mayores, o nos resignábamos a hacer las cosas a espaldas del mundo, ocultos en las sombras, lo que nos hacía maestros en el arte de lanzar la piedra y esconder la mano.
Al ir de vacaciones a mi pueblo natal en el suroeste del departamento paso por Ancón.
Ni una sola vez he dejado de preguntarme qué sería de mí si a pesar de las prohibiciones me hubiera atrevido a ser testigo de esa celebración de la hermandad universal, ese Woodstock criollo, tan memorable. ¿Qué sería de mi vida si tantos milagros sí y tantos otros no?


Ninguna Roma


En definitiva, en mí no alentaba ni una chispa de vocación religiosa, ni siquiera un atisbo de espiritualidad: yo podría llegar a ser abogado, ingeniero o cualquier cosa, nunca sacerdote; todo esfuerzo que la Iglesia hiciera conmigo, toda inversión de recursos en mi formación, sería como botar pólvora en gallinazo. Así lo entendieron el padre Betancur y sus cofrades.
¾Debes buscar colegio para el próximo año ¾me dijo el rector en su oficina, adonde cada uno de los estudiantes era convocado antes de las vacaciones del final del año para darle a conocer, en una atmósfera de terror, los resultados de la evaluación que decidía quiénes, teniendo alguna inclinación al sacerdocio, o quién sabe qué virtudes o aptitudes humanísticas, merecían el privilegio de continuar la secundaria ahí, en esas alturas que proveían una vista panorámica de Medellín impecable, graduarse como bachilleres de ese claustro de ricos para pobres y quizás iniciar estudios de teología y filosofía en el Seminario Mayor.
En un acto de inspiración divina, los vicarios de Cristo interpretaron correctamente mi deseo. Mi madre vería frustrado su anhelo de tener en casa un cura, que le daría la ilusión de tener más adelante un obispo, un arzobispo, un cardenal y un papa, pero yo me liberaría del yugo que era mantener encima la mirada de Dios registrándolo todo, hasta el pensamiento, siempre listo a condenar y a enviarlo a uno a la paila mocha.
¾Ya lo tengo ¾mentí.
Me invadió una sensación nueva, de liviandad. A pesar de que acababa de mentir, y no a cualquiera sino al propio padre rector, el mundo seguía en pie, y yo en él: o Dios no lo advirtió o no le dio importancia. Quizá mentir no fuera ese pecado terrible que nos decían que era.
Estaba por verse si los otros pecados sí serían tan terribles. Estaba por verse si los pecados sí serían pecados.
También como por inspiración divina, le dije que quería coronar el bachillerato en el Liceo Ciudad de Medellín, donde se habían graduado con honores algunos de mis hermanos, y que ya tenía cupo allí. A él le pareció muy apropiado y me deseó éxitos.
De cuanto dije al rector nada era cierto. Sin embargo, el proceso de inscripción y matrícula en ese plantel ocurrió como si al decirlo lo predeterminara.
Era la fuerza creadora de la palabra. Si hubiera dicho “¡Hágase la luz!”, la luz habría sido hecha.
Hasta ahí llegó mi viaje hacia El Vaticano. En ese punto emprendí un camino que no llevaba a ninguna Roma.


Juan Manuel Rivera


Tres marcas a hierro candente signaban a Juan Manuel Rivera: a la primera, la pobreza, él oponía una autoestima sin fisuras que, a la manera de una avanzada, le iba alumbrando y allanando el camino: las puertas se le abrían y la gente, subyugada por su presencia, lo convidaba: no necesitaba tener plata en el bolsillo. Tal confianza se debía a su clara conciencia de las otras dos marcas: la belleza, que hacía babear a las muchachas allí donde asomaba,  y la inteligencia, que él corroboraba mensualmente en el acto de entrega de calificaciones.
            Cuando bromeábamos asignándonos unos a otros las profesiones, las labores y los cargos que cada cual desempeñaría en el mundo de los mayores, Pedro sería maestro,  ingeniero Miguel, conductor de autobuses Jaime, aviador Jorge, médico Alberto, guarda de tránsito Eliseo, vigilante Gerardo, artista León… A Juan Manuel le correspondían las gerencias de las multinacionales, las rectorías de las universidades y los ministerios; lo veíamos en la Alcaldía y en la Gobernación, y aprobábamos si alguno lo veía en la capital del país, en el Palacio de Nariño, casos se habían visto: él era un ejemplo de voluntad de superación, no porque fuera el de menos y pretendiera ser el de más, sino porque, siendo el de más, tomando quién sabe a quién de modelo, siempre quería superarse a sí mismo. Hasta en los deportes descolló cuando se lo propuso.
Tecnologías, Ciencias de la Salud, Ciencias Humanas o Exactas… En cualquier área del conocimiento hallaría un puesto de honor.
A la hora de elegir carrera después de culminar el bachillerato, él dudaba. Finalmente se dejó llevar por su afición al debate de las ideas y su espíritu inquieto, y eligió el estudio de las leyes. Al enterarnos de que se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia, donde no tendría que pagar casi nada y hasta recibiría subvenciones por tratarse de un estudiante pobre, nos lo figurábamos en la Corte Suprema de Justicia. Su ascenso a lo más alto de la magistratura sería cuestión de tiempo.
Pero no. Al punto de aprestarse a presentar los exámenes finales del primer año, la condiscípula más hermosa, la que a todos les quitaba el sueño, resultó embarazada  y él fue obligado a contraer matrimonio. Entonces tuvo que buscar un empleo que le permitiera sostener a la familia que acababa de inventar. Primero, un empleo a medio tiempo en un almacén de telas; después, al nacer la cría, uno de tiempo completo, un cargo invisible en una corporación financiera.
No volvió a las aulas de clase. Ya no sería abogado, sin embargo podría hacer carrera en la banca: pronto dejaría de ser el patinador y pasaría a atender en las taquillas; después pasaría a las oficinas para ir recorriéndolas en su orden de importancia.
Su gusto por el debate de las ideas y su espíritu inquieto escucharon el llamado de la lucha de clases.
Se afilió al sindicato. Veía a tiro de piedra la presidencia de la Asociación Nacional de Empleados Bancarios. La vanguardia de la revolución. Se veía a sí mismo en congresos y convenciones, viajando por el país y el mundo. Mas, antes de que llegara la hora de abordar el primer avión con rumbo a un congreso o una convención, fue despedido, al parecer por causa de un desfalco imaginario, y vetado para trabajar en cualquier entidad bancaria.
La sorpresa que experimenté al subir al taxi y reconocerlo al volante, y que se fue transformando en curiosidad, decepción, tristeza y compasión a medida que avanzábamos, él en el relato de sus últimos veinte años y yo en mi viaje, seguía viva al llegar a mi destino.
El taxi, en el que trabajaba turnos de doce horas, se fundió en la mancha amarilla que recorría la avenida.
No alcancé a indagarle qué le había puesto las zancadillas, si la pobreza, la belleza o la inteligencia. O quizás esas tres marcas no fueron más que espejismos, trucos de Dios para confundirnos y jugar con él y con todos nosotros.



Clemencia Álvarez


A instancias del profesorado, la rectora del Liceo Femenino le canceló a Clemencia Álvarez la matrícula por considerarla una amenaza para sus condiscípulas; el padre Trujillo, ordenado recientemente en el Seminario Mayor, distribuyó volantes con una equis roja tachando el nombre de ella y le cerró con trancas las puertas del templo; los vecinos, temiendo por sus hijas y aterrados por la posibilidad de que su mal ejemplo cundiera, conformaron brigadas de vigilancia; los hermanos olvidaron por un instante sus desavenencias y en coro declararon no soportar más la vergüenza de ser señalados por su culpa.
La apestada buscó el camino del destierro.
Reventados de tanto preguntar al Altísimo, inútilmente, qué pecado les cobraba habiéndolos llevado a engendrar tamaña monstruosidad, los padres la vieron desaparecer a lo lejos bajo una lluvia de guijarros, pepas de mango y trozos de banano podrido.
¾¡Hasta nunca, marimacho! ¾le gritaban voces sin rostro desde las sombras.
¾¡Adiós, maricona!
Mientras el papá deploraba en lo profundo del alma la falta que harían en su taller esas manos tan hábiles con la garlopa y el formón, la mamá gemía.
El tiempo se detuvo. Salvo por la película de moho que las recubría, al regreso de la desterrada, cuya rúbrica era un garabato en el que se leía Clemen, por Clemente o Clemencia, cada cual podía darse el gusto de elegir e interpretar,  la gente y las cosas no habían cambiado: en el Liceo Femenino aún languidecían por igual la rectora y el profesorado, el padre Trujillo seguía denunciando a Lucifer en cualquier apariencia que se presentara, los vecinos continuaban conformando anillos de seguridad en torno a la salud y la virtud de sus hijas, los perros y los gatos Álvarez habían reavivado sus diferencias fraternas y los padres todavía se lamentaban aunque el motivo se les perdía en una nebulosa.
Entonces, antes de que el más avispado atinara a imaginar dónde estuvo, si en otra ciudad o en otro país, con quiénes y dedicada a qué, Clemen, o Clemencia o Clemente, transformó la carpintería de su padre en una empresa con todas las de la ley, una fábrica de taburetes, sillas, sofás, divanes, camas, mesas, arquimesas, cómodas, tocadores y toda clase de muebles que iban a servir y a lucir en los salones más chic de las ciudades colombianas.
Al papá y la mamá los llevó a vivir entre algodones en un caserón del barrio Laureles.
Los hermanos Álvarez se peleaban entre sí por ser su mano derecha; cada uno aspiraba a ser el depositario de su secreto para transmutar en oro la madera.
Visitó oficinas públicas y privadas: en unas se hizo adjudicar la dotación del nuevo mobiliario del Liceo Femenino; en las otras consiguió benefactores que le pagarían por remozar el maderamen de la iglesia de San Bernardo, que el comején estaba pulverizando.
Los vecinos que buscaban empleo, lo encontraron con Clemen.
Antes de que a cualquiera se le ocurriera proferir el insulto más inocuo o arrojar el más insignificante objeto,  se instaló en Laureles, a distancia de los padres, en un apartamento de lujo.
Las chicas más delicadas y hermosas del Liceo Femenino la acechaban con la intención de hacerse convidar: deseaban vivir para arriba y para abajo con Clemen, que día y noche ella las trajera y las llevara, a hurtadillas, en su camioneta de último modelo made in USA.
Pero Clemen, o Clemencia o Clemente, no tenía interés sino en la que le aguardaba en casa al anochecer, la que, habiéndole robado el corazón, lo llevaba a lo alto, lo pulsaba y le arrancaba dulces ondas, la que de su corazón hacía un arpa de oro y nácar.
Las del Femenino y del barrio ni le iban ni le venían.


Húber Torres


Ver a Húber Torres bajar del autobús, echarse al hombro el bulto del mercado para la semana y dirigirse a su vivienda, un garaje en alquiler, con cocineta y baño, más estrecho que los cuartuchos del zaguán de los Herrera, activaba las mentes y las lenguas del barrio.
Húber podía estudiar una carrera profesional en la Universidad de Antioquia o en la Universidad Nacional, y conseguir un puesto de importancia y bien remunerado, como sus hermanos, pero desertó del colegio al segundo o tercer año para entrar al Sena a aprender la mecánica industrial.
Dándose ínfulas de galán, en sus fiestas de adolescencia y juventud bailó pechito con pechito con las más lindas y habría podido establecerse y conformar una familia con la mejor de ellas, sin embargo ahí lo teníamos, en la cresta de su vitalidad, a los treinta o treinta y dos, casado con una mujer once o doce años mayor, que saltaba de un achaque a otro y vivía estirando trompa y con el ceño fruncido, como si desayunara con alacranes; ahí lo teníamos criando a un demonio que a instancias de ella, que era horra, habían adoptado.
Los que en la infancia lo vimos a través de las ventanas dándole alKasachok, al Twist y al bolero, no comprendíamos esa lógica de la vida. ¿Por qué prefirió el Sena a una universidad?, ¿por qué prefirió un oficio manual a una ingeniería o algo así de importante y especializado?, ¿por qué, en lugar de una belleza, prefirió a esa bruja, que pretendía manejarlo con un meñique y le administraba a su capricho el salario, el tiempo y la energía?, ¿por qué no engendró un hijo que llevara su sangre, en vez de  adoptar a ese pequeño monstruo, que en sus pataletas los retaba a ellos y a todo el mundo con un cuchillo de la cocina?
            Mengano lo explicaba contando que mientras Húber estudiaba en el Sena, ella, empleada en una empresa de transportes, se desvivía por darle regalos y mantenerlo bonito, lo convidaba semanalmente a las heladerías a bailar y tomar ron, lo arrastraba a dormir en pensiones del centro y le echaba plata al bolsillo de modo que siempre tuviera para salir de fiesta con los amigos, y que así le había comprado el alma.
            Unos opinaban que, en caso de estar en sus zapatos, lo dejarían todo: la mujer, el hijo cuchillero en ciernes, los padres y los hermanos, el puesto de trabajo en el taller, todo, en fin, y, sin decir ni una palabra a nadie, emigrarían a otro país, a otro continente; otros, sin marcharse de su tierra, ¡por qué iban a hacerlo!, reharían su vida a pesar de ella: se irían a convivir con otra mujer, engendrarían sus propios descendientes y actuarían como si la esposa no existiera: que hiciera lo que le diera la gana con ella misma y con el hijo.
            Otros llamaban la atención sobre el hecho de que cuando él, un pobre estudiante del Sena, la necesitó, ella no le dio la espalda; otros alegaban que, por haber dicho ¡Sí! ante el cura y ante Dios, era su deber acompañarla hasta la muerte, en las buenas y en las malas, aunque solo tuvieran malas.
            Unos días, yo estaba de acuerdo con los opinadores del primer grupo; otros, con los del segundo. Pero siempre, estuviera con unos u otros, se me atravesaban los comentarios del tercero o el cuarto.
¾Si Húber Torres tuviera a la mano una copa de hiel y otra de miel, ¿cuál escogería?
 ¾Si Húber Torres tuviera a la mano un pedazo de pan y un pedazo de mierda, ¿qué escogería?
Con preguntas así, tontas, de respuesta obvia, acostumbrábamos bromear cuando alguien planteaba un dilema de cualquier índole.
            Los hombres se dividían en dos: los que elegían una cosa y los que elegían la otra.
A menudo despertaba al amanecer preguntándome con qué idea en la cabeza saldría Húber Torres de su casa esa mañana.
No me habría extrañado despertar con la noticia de un crimen.




Carlos Valencia y Mauro Gallego


Pese a ser primos y contemporáneos, y compartir aficiones y amistades, Conrado y Gilberto no podían estar en el mismo sitio a la misma hora porque Carlos Valencia, papá del primero, y Mauro Gallego, papá del segundo, cuya amistad hundía raíces en la amistad de sus propios padres, dos de los fundadores de San Bernardo que trabajaron hombro a hombro en la construcción de la iglesia del barrio, tras liquidar un negocio de ferretería en que eran socios, se habían trenzado en un odio sin atenuantes al que arrastraron a sus esposas, que eran hermanas, y con ellas a los hijos.
Nada perduraba oculto en San Bernardo. No obstante, nadie tenía ni siquiera una idea aproximada de la causa de esa desavenencia, ni en quién recaía la culpa, si es que existía una.
Lo cierto es que los vecinos cercanos, tanto a uno como al otro, deploraban esa ruptura, por lo visto, irreparable, pero también todos tenían sus historias que contar.
Fulano se quejaba porque tras vender a Mauro Gallego la segunda planta de su vivienda  tuvo que esperar diez o doce meses más allá de lo estipulado mientras el hombre encontraba a quien revendérsela a precio de oro y poder sacar su tajada antes de pagarle la cantidad pactada; otros presentaban quejas parecidas con la venta de un terreno en otro barrio, una nevera o un televisor, y alguno con la venta de un carro. Entonces llegaban a la conclusión de que Mauro Gallego pretendía hacer prodigios y sacar siempre un platal de donde no había metido ni un centavo.
Mengano decía haber invertido con Carlos Valencia en un negocio de riesgo, del cual no soltaba ningún detalle porque al parecer era su mina de oro personal, o su pecado, y que al resultar perdedores por primera vez después de obtener repetidamente muy buenos dividendos, a él le tocó responder solo por una deuda que atañía a los dos.
De Carlos Valencia también sacaban conclusiones:
¾Con Carlos Valencia ¾recomendaban los lengüilargos¾ no vaya a jugar al cara y sello porque con cara gana él y con sello pierde usted.
Lo sucedido entre Carlos Valencia y Mauro Gallego constituía un misterio. Los hombres y las mujeres de San Bernardo, aficionados a despachar los asuntos ajenos de un plumazo, afirmaban que, a la fija, cada uno de los dos pretendía despojar al otro, y ninguno se había dejado.
¾Ahí se iban a juntar la ambición y la codicia ¾comentó alguien.
¾Los polos idénticos se repelen ¾corrigió otro con aires de técnico en electricidad.
Los vecinos de San Bernardo, cercanos tanto a Carlos Valencia como a Mauro Gallego, que los conocían y apreciaban, temiendo que en el futuro ese odio sin causa visible arrastrara también a los hijos de esos hijos, que serían primos segundos entre sí, y con ellos a sus demás descendientes, hasta el fin del mundo, procuraban echar tierra y restablecer entre esas familias la armonía rota, según sospechaban, por un penoso intríngulis de dinero, pero no hallaban el modo de hacerlo. Ni Carlos Valencia ni Mauoi Gallego estaban dispuestos a conceder la razón al otro, y los dos desconocían los poderes del perdón.




El peor negocio


A la hora de la siesta, tras el mostrador o recostado a la entrada de su almacén de pinturas Arco iris, mirando de reojo el movimiento del comercio del sector, Roberto Granda se cuestionaba cómo era posible que A, cuyo capital de trabajo no tenía comparación con el suyo, pudiera comer a lo príncipe y vestir a lo dandy; que B, abriendo su local casi al mediodía y tallándose mucho menos que él, pudiera tirar plata para arriba y vivir a lo pachá, y que C, con un oficio que sólo requería el conocimiento de las cuatro operaciones aritméticas, distinto al suyo, en el que era imprescindible saber satisfacerles los caprichos a los clientes y en especial tener buen gusto para recomendarles combinaciones de colores adecuadas, pudiera malgastar como un Onassis.
De la A a la Z, cada vecino le suscitaba alguna pregunta sin respuesta.
            Roberto Granda echaba cuentas: las empanadas que A vendía a 10 centavos se podían preparar a un costo de 5 centavos la unidad, incluso a menos, a 4 centavos o 3, si en lugar de carne se les incorporaba la piel de las papas que se cocían para el guiso, pues carne y piel de papa coincidían en el color y la consistencia y nadie advertiría la suplantación; el plato de sopa que B servía por 50 centavos él lo podría preparar a un costo de 20 ó 25 centavos si encargaba a un vago de seleccionarle los productos que los puesteros de la plaza de mercados desechaban teniendo todavía algún pedazo utilizable: él separaría lo útil de lo inútil y lo echaría a la olla sin que los comensales se enteraran; la plata que C prestaba en su Prendería La 76 al 10 % mensual él la podría prestar al 15 ó al 20 % estableciendo plazos fijos y modalidades de pago por cuotas diarias o semanales, gota a gota.
            Entonces hacía proyecciones: una empanada le reportaría 6 ó 7 centavos, multiplicados por 100 empanadas diarias, por 365 días al año… Un plato de sopa le reportaría 25 ó 30 centavos, multiplicados por 20 ó 30 platos al día durante un año…
            Lo ilusionaba verse a sí mismo fritando empanadas, amasando buñuelos, condimentando sopas, haciendo todo lo que hacían sus vecinos, pero a menor precio y de mayor calidad. A la hora de la siesta, por ratos Roberto era panadero, cantinero, zapatero, afilador, vendedor de lotería, sastre o prestamista; por ratos, su mente transformaba al Arco Iris en ferretería, papelería, agencia de abarrotes, restaurante o botica. Incluso por un período acondicionó parte de su local como cafetería, pero los parroquianos no  aprobaron que el café les supiera a aguarrás y los pasteles de queso o guayaba a vinilo y barniz.
            Roberto Granda no dudaba de que los otros comerciantes de por ahí se estaban forrando en billetes, uno vendiendo tuercas y tornillos; otro, hilos y botones; otro, helados y refrescos, y eso se debía a que sus productos tenían sus respectivas temporadas: en noviembre y diciembre se vendían cientos de globos y pacas de pólvora; en enero y febrero, montones de lápices y cuadernos; y a ese inicio del año escolar le seguían la Cuaresma y la Semana Santa, luego las fiestas de la madre, del padre y de los novios.
            ¾Ya vienen los vientos de agosto ¾decía¾, y don Fulano se llenará los bolsillos vendiendo cometas.
A todos los negocios les veía potencialidades, menos al suyo. Dizque los dueños de las casas solo las pintaban si las iban a vender; dizque nadie le hacía mantenimiento a su casa pintándola periódicamente, siquiera cada dos o tres años; dizque la pintura de la casa se podía estar cayendo y a nadie se le ocurría reemplazarla; dizque a la gente la tenía sin cuidado una pared sucia y desconchada.
 ¾El negocio de las pinturas es una maldición ¾insistía¾. No se lo recomiendo ni al peor enemigo.
Y quizá tuviera razón. Una noche de diciembre, el Arco Iris se convirtió en una inmensa fogata. Nadie sabía si arrojarle baldes de agua o, pacientemente, retirarse a observar, y disfrutar. Al siglo llegaron los bomberos sonando campanas y sirenas, desplegaron mangueras por encima y por debajo y lucharon contra la candela durante un par de horas antes de poder cantar el himno de la victoria y marcharse, entonces a los ojos del barrio fue emergiendo de la humareda un belén de tarros de pintura chamuscados y retorcidos, arrumes de cartulinas y pilas de cuadernos a medio quemar, escombros y esqueletos de estanterías, todo entre charcos y cenizas de papel.
Se dijo que un globo, posándose silenciosamente en el tejado plástico que cubría el depósito principal del Arco Iris, originó la conflagración. Se dijo que en el depósito principal del Arco Iris estallaron triquitraques, voladores y bengalas almacenados allí por un fantasma.
Sea lo que haya sido, se trató de un espectáculo estético inolvidable. Antes de que los bomberos metieran las narices, las llamas multicolores sobrepasaban los techos y los postes de la energía como jamás los sobrepasarían si se incendiara una agencia de abarrotes, un restaurante o una botica. Nunca un panadero, un cantinero, un zapatero, un afilador, un vendedor de lotería, un sastre o un prestamista se dio el lujo de ver arder y chisporrotear así su establecimiento.


Albacea


A pesar de que Tacho eludía el tema, en el barrio era comidilla que su hermano Luis había sido el albacea de la herencia paterna, una inmensidad de no sé cuántas hectáreas en el municipio de San Pedro de los Milagros, con cientos de vacas que arrastraban la ubre.
Se rumoraba que, a cambio de una untada, ese encargo a Luis Arango lo dedujo el notario después de revisar con lupa, con la escrupulosidad debida a su profesión, el chorro de delirios que el viejo dictó desde las brumas de la muerte, y que el moribundo había sellado el encargo con una bendición que acorazaba al encargado contra las calamidades. Una prueba de esto era que por años, mientras las reses que a Tacho le correspondieron en la repartición se desplomaban víctimas de la fiebre aftosa, la brucelosis, la mastitis, los traspiés en las laderas o los rayos, las que le correspondierona Luis engordaban y se multiplicaban que daba gusto. De cada 100 litros de leche que producía la hacienda, 80 provenían de las vacas de Luis Arango.
El propio Tacho sintetizaba esa época diciendo que en la casa los invitados tropezaban con la cuajada y el queso, resbalaban en la mantequilla y caían en estanques de kumis con miel.
Pero ni los traspiés en las faldas, ni los rayos del cielo ni las pestes cedieron y, quizá porque Luis era el que siempre estaba en el establo a la hora del ordeño, los 20 litros de las vacas de Tacho se redujeron a 15, luego a 10 y luego a 5.
¾Tus bichos no dan ni para envenenar un gato ¾explicaba Luis al rendirle los informes contables a su hermano.
¾Tu futuro está en otro lugar ¾opinaba un día.
¾.Lo tuyo no es el campo ¾opinaba el día siguiente.
¾Pues, sí. El monte es para los animales ¾reconocía Tacho.
A ver si enderezaba la suerte, vendió su parte de la finca a Luis, sacándole en pago lo justo para comprar en la ciudad, en el barrio Belén San Bernardo, un techo para su familia.
Luis le siguió los pasos y también se hizo a una propiedad que acondicionó por mitades como vivienda y como local para una agencia de abarrotes y miscelánea.
En esa agencia de abarrotes y miscelánea, que abría de lunes a domingo, de siete de la mañana a siete u ocho de la noche,  atendían los dos hermanos: el rico y el pobre. El rico, que se disgustaba si no lo llamábamos don Luis, y que  por nada confiaba las llaves a otro, abría y cerraba las puertas del negocio. El pobre llegaba a las 8 de la mañana y se iba a las 7 de la noche, de lunes a viernes; los sábados terminaba labores al mediodía y se ponía a beber de una botella de aguardiente que su hermano le vendía a precio de costo, hasta el atardecer, cuando llegaba su señora o alguno de los hijos para llevarlo a casa; los domingos, dormía la juma y descansaba. El rico renegaba porque Humberto, su hijo mayor, no aparecía por allí, porque no le colaboraba en nada y ni siquiera lo acompañaba a San Pedro de los Milagros a echarle una ojeada a la finca, a supervisar los trabajos y a pedir cuentas al mayordomo. El muchacho prefería quedarse a escuchar música, jugar cartas o dominó y charlar con los primos y otros vecinos en casa del tío.
¾Si fuera juicioso, si fuera de los que cuidan sus negocios, Tacho podría tener tanta plata como mi papá ¾comentaba Gonzalo, el sobrino menor, con el fin de darle cuerda para que los divirtiera contándoles sus locuras de juventud.
¾¡Es verdad! ¾concedía él¾. Sería así de platudo, o más. Y añadía¾: ¡Pero no habría pasado tan bueno!
El hijo menor de su hermano el albacea no hallaba cómo rebatirlo.



Gonzalo y Humberto Arango


Gonzalo consideraba que el mundo era un bazar y, por ende, el colegio también. Por eso no cesaba de idear tácticas para vender más y superar el promedio de ganancias diarias establecido a la fecha: su arrullo predilecto era dar vueltas en la cama sumando y multiplicando, calculando si le convendría más vender esto o aquello, si ganaría más o menos vendiendo él solo o surtiendo de su cuenta a otros compañeros para que también vendieran, y al asentar el pie derecho en el piso, en la penumbra del alba, ya tenía, con pelos y señales, su plan de acción, la ruta a seguir durante la jornada.
            Al verlo en la agencia de abarrotes y miscelánea seleccionando sus mercancías, Luis Arango, el papá, experimentaba contento y orgullo de que en ese muchacho pujara la fuerza de su sangre, y le tranquilizaba pensar que su esfuerzo no sería inútil, que su obra tendría un continuador, una sensación muy diferente, por no decir contraria, a la que le producía Humberto cuando no dejaba dormir a nadie con sus prácticas de guitarra, que consistían  en una repetición sin término de dos o tres acordes.
A Humberto no lo desvelaban ni las vacas ni las agencias de abarrotes ni las misceláneas. Él había resuelto convertirse en un guitarrista de los mejores. Nada más.
¾¡Guitarrista! ¾rezongaba el propietario de la agencia de abarrotes¾. ¡Como si eso fuera un trabajo y diera plata!
Pero al guitarrista no le interesaba la plata sino divertirse y sacarle jugo a la vida alegrando a otros con música.
¾Lo que uno necesita para vivir son gratificaciones, y esas provienen de una profesión seria que dé plata, y de la familia ¾decía el dueño de la hacienda lechera y la miscelánea.
Cuando resolvió convertirse en guitarrista, Humberto también resolvió que sólo cuando lo lograra pensaría en casarse y formar una familia. Por el momento, ese asunto ni le pasaba por la cabeza.
El rezongador no le daba tregua:
 ¾¡Guitarristas a mí!
Tocando con su banda de rock en festivales estudiantiles y en bares del Poblado y Laureles, Humberto obtenía de sobra para vivir. Para ir tirando, al menos mientras fuera un muchacho. ¿Y después? Ese tipo de dudas hacía que poco a poco calaran en su mente  los comentarios paternos, con ponzoña, que él fingía no atender.
Pero al culminar el bachillerato le hicieron cuentas claras, ya no pudo fingir más y la resolución se esfumó.
¾Si quiere estudiar música ¾le dijo el padre¾, tendrá que trabajar para pagarse la carrera. Conmigo no cuente. Yo no le voy a alcahuetear esa bobada. ¡Guitarrista! ¡Como si eso diera plata!
Era obvio que trabajar no aludía a hacer ruido con su banda de rock en bares y auditorios estudiantiles, sino a estar en la agencia de abarrotes y miscelánea siquiera medio turno, la mañana o la tarde de cada día, trescientos sesenta días al año, entre arrumes de cajas y bultos de harina y de granos, todo el día diciendo ¡A sus órdenes!¡Gracias!Sí, señor, Sí, señora, contando billetes y monedas, a cambio de poder pagar sus clases, a las que tendría que asistir agotado y a los trotes, sin poderse concentrar. ¿Valía la pena ese sacrificio sabiendo que podría cursar en paz, recibiendo del papá el apoyo necesario, una carrera que lo hiciera rico? Por respuesta, colgó el instrumento.
¾La música es divertida a ratos, le permite a uno conseguir amigos y amigas, pasar bueno con gente de todas las clases, pero no da gratificaciones verdaderas ¾explicaba a los conocidos intrigados porque hubiera abandonado su sueño de ser guitarrista siendo tan bueno, viéndose claro de lejos que tenía madera para ser una estrella.
Todos coincidían en que si a ellos el Altísimo los hubiera bendecido con la voz de Humberto y su habilidad para interpretar la guitarra, no vacilarían en seguir la carrera de música aunquetuvieran que pasar por encima de medio mundo, incluidos los papás.
Humberto no les daba pie para extenderse en el tema.








Justicia divina


Genaro Vélez renegaba día y noche de sus vástagos, tres vagos que se negaban a trabajar y si acaso ganaban algún dinero corrían a tirarlo en el Orión o en el Amarillo y él, sin alientos y constreñido a sobrevivir con una pensión de operario de telar de Paños Vicuña, aún tenía que mantenerlos.
¿Acaso no dobló el lomo desde la niñez ayudando a sus hermanos menores para aligerarles la carga a los viejos? ¿No existía un régimen universal de compensaciones? ¿No existía la justicia divina?
La esposa, sin saber qué decir, sintiendo que los calificativos de parásitos,inútiles y majaderos dirigidos a sus muchachos le desgarraban el alma, diariamente tenía que escucharle una cantinela que ya conocía de pe a pa.
En buena ley, de acuerdo con Genaro Vélez, semejantes holgazanes le cuadraban a su hermano Rogelio, que mientras fue soltero jamás aportó ni un centavo para el sostenimiento de la familia y, por el contrario, no desaprovechó ninguna oportunidad de echarle mano a lo que dejaran por ahí de valor, un crucifijo o un anillito de oro de la mamá, para llevarlo a la prendería.
Aseguraba que no se podía deber sino a un desajuste cósmico que él concibiera tres zánganos y en cambio al otro, que optó por dejar su empleo y marcharse a vender cacharros de un extremo a otro del país cuando los papás le exigieron que asumiera el pago de la energía eléctrica y el agua o de cualquier otro gasto fijo, la vida lo premiara con un par de ángeles estudiosos y trabajadores como el que más: el menor, siempre dispuesto a recorrer la ciudad empujando una careta alta de mercancías, y el mayor siempre ocupado de que en casa no faltara nada de modo que todos pudieran sentirse en ella a cuerpo de rey cuando llegaran al anochecer.
A Genaro no se le quitaba de la cabeza la idea de que Dios, o quien quiera que gobernara el mundo, era ciego o descuidado.


Infierno y paraíso


Desde que se independizó para poder moverse con libertad, sin la obligación de marcar tarjeta y cumplir horarios, el negocio de Rogelio Vélez consistió en vender en las calles, de casa en casa. Electrodomésticos, utensilios de cocina, enciclopedias, planes vacacionales, pólizas de seguros… Si algo se podía vender, él le hallaba un comprador.
Al abrirse una puerta a la que llamó para vender una aspiradora, apareció la mujer que con el tiempo sería su esposa, la madre de sus dos hijos, y también su socia y compañera de trabajo: compraban saldos de fábrica o  lotes de mercancías extranjeras decomisadas por los agentes de aduana, durante media mañana instruían a un grupo de desocupados en las bondades del producto, les inculcaban la humildad, la paciencia y el buen trato a los clientes, les enseñaban unas fórmulas de venta infalibles y salían con ellos a tomarse un barrio. Hoy un sector, mañana otro. Calle a calle.
Muchas familias de Medellín, con tal de sacárselos de encima, alguna vez terminaron comprándoles un ventilador, una boleta para la rifa de un carro de lujo que nadie ganaba, un juego de cobijas de lana, una olla para preparar el arroz, en fin, cosas que nunca habían pensado comprar.
            Rogelio Vélez resplandecía a la cabeza de su tropa. Le encantaba tocar timbres. Que lo insultaran desde dentro por importunar y se negaran a abrirle la puerta, y si acaso lo atendieran desde el balcón o por un hueco de la ventana, eran contratiempos que añadían sal y pimienta a su trabajo: si aquí le tiraban en las narices el postigo por donde ya estaba echando el cuento de la maravilla que venía a traerles, era probable que enseguida sí lo atendieran como mandaba Dios, y le compraran.
Para Saúl, su hijo mayor, en cambio, venderle a un incauto con dos dedos de frente una vajilla de porcelana china que no necesitaba, que jamás usaría completa y se le volvería un estorbo en el bufete, o una enciclopedia en varios tomos que no iba a consultar porque tal vez ni supiera leer, o un servicio de pompas fúnebres o cualquier otra pendejada que él mismo consideraba superflua, equivalía a engañarlo, y él no incurriría en semejante ruindad, o tal vez el otro previera el engaño y por compasión o por liberarse de él pretendiera darle una limosna, una ruindad mayor en la que tampoco caería; aparte de eso, los insultos y desplantes que para sus padres no eran sino gajes del oficio, los consideraba insolencias y humillaciones imperdonables a las que él, que estaba muy por encima del común, no tenía por qué exponerse.
Desde el inicio del año escolar, Saúl veía con horror y angustia cómo se aproximaban las vacaciones, cuando tendría que salir a vender, o sea a engañar o mendigar, de puerta en puerta.
Él prefería quedarse en casa barriendo, sacudiendo, organizando y preparando la comida de todos.
¾Este muchacho no vende un billete de mil por quinientos ¾renegaba el  padre.
            ¾Es muy tímido ¾decía la mamá en su defensa.
             ¾No. Es muy soberbio.
            Los dos tienen razón, pensaba Saúl. Sin duda era muy tímido, pero en la soberbia hallaba una armadura que le permitía sobrevivir.
Para Rogelio Vélez y su esposa, el paraíso sería una secuencia sin fin de puertas a las que alguien acudiera a abrir al primer toque. Para su hijo mayor, tal sería el infierno. Ni más ni menos.



Castillo de arena


Con la noticia de que tenían otra hermana, en casa de los Posada Jaramillo irrumpió la señora desgracia, cual tromba, despedazando las costuras que le conferían a la familia su  unidad de colcha de retazos. Desde ahí, los siete hermanos, desperdigados incluso bajo el mismo techo, sólo se congregarían para restregarse en la cara las diferencias pasadas y presentes con el objetivo de cimentar las discordias que veían venir.
La maldita había llegado con cargas de veneno.
Unos eligieron el partido del padre viendo en su infidelidad un desliz común y sin trascendencia, pero al que, sin embargo, él, Lisandro Posada, por ser el papá y esposo ejemplar que era, no tenía derecho a cometer; otros el partido de la madre y, atados a la idea de que tamaña traición afectaba todos los resortes de la existencia de todos y por tanto ocasionaba a todos un perjuicio irreparable, no podían ver en la víctima original sino  a un guiñapo sin posibilidad de redención, una leprosa cuyo contacto convenía evitar.
Para unos, la hija bastarda del padre, que parecía el retrato de su hija menor legítima, era la paria, la pobrecita; para otros, la usurpadora frente a la cual habría que abrir los brazos, extender los codos e impedirle el paso.
Actuando bajo la presión de saber que su familia, cuya solidez había criado fama en el barrio, era tan frágil como las demás, los hermanos, con artes de avestruz, siguieron por el mundo como si nada hubiera ocurrido y lo concerniente a esa hermana espuria no fuera sino una leyenda.
Ninguno se interesó en ir a conocerla, aunque vivía cerca, en otro sector de Belén.
Aún así, Maritza, el proscrito nombre de la chica, resonaba. ¡Martizaaa!... ¡Maritzaaa!...
            Los padres se iban apagando, cada uno por su lado, solos.
¾En la mesa está servida su cena, señor Lisandro Posada ¾le comunicaba, desde la puerta de la habitación que le improvisaron al fondo de la vivienda, sin entrar en ella, una de las hijas Posada Jaramillo.
            ¾En la mesa de la sala le dejé la plata que le debía  ¾le informaba, también a distancia, uno de los hijos.
El dios del amor, que mantuvo juntos a Lisandro Posada y Berta Jaramillo hasta la divulgación de la funesta noticia, los llamaba a unirse de nuevo:
¾Contemplen fijamente al culposo acto hasta que, de repente, desaparezca ¾les recomendaba el dios del amor, en sueños.
¾Olviden y continúen el camino de la vida ¾les aconsejaba el dios del amor en respuesta a sus oraciones solitarias.
Pero ninguno de los dos comprendía ya el lenguaje del dios del amor. Además los hijos, cada uno defendiendo el partido elegido, no les permitían juntar sus soledades. Alguien tenía que pagar por haberlos hecho vivir en un castillo de arena y que este se les derrumbara.



Francisco Leal y Ana Mercado


¾¡Dizque todo un señor!  ¾machacaba Ana Mercado cuando el tema era la hija natural de Lisandro Posada. Y remataba¾: ¡Y saber que es un sinvergüenza!
            ¿Sinvergüenza? ¿Acaso no envidiaba a doña Berta por tenerlo a él de marido? Por esa doble actitud hacia el hombre, de rechazo en la vigilia y de aceptación en el sueño, Francisco Leal sentía una incomodidad que crecía y en esa medida se iba volviendo molestia, disgusto, rabia y rencor. Un rencor pequeño, es cierto, mas, al fin y al cabo, rencor. Un rencor contra su esposa que él ni siquiera imaginó que pudiera llegar a sentir hasta la noche en que a ella, en su desvelo, o en su duermevela, le dio por hablar sola.
Fue sólo un suspiro, una sola frase que resonó por la claridad con que fue pronunciada y, en los oídos de él, siguió resonando:
            ¾¡Ay! ¡Quién fuera doña Berta!
            Francisco se hizo el sordo y continuó en su dormir ficticio sin replicar, pese a saber que la esposa sólo había expresado en voz alta la mitad de su pensamiento, y que la otra mitad era: para tener de marido a un hombre de verdad, que me llenara la casa de hijos, aunque fueran de otra mujer… 
¡Ay! ¡Quién fuera doña Berta! Cuando la frase le resonaba, odiándose a sí mismo, le daba la razón a la esposa, pues una mujer no podía pensar distinto de un hombre cuya simiente era débil e inútil, aun así, también la odiaba a ella por no resignarse definitivamente a él, que fue lo que la vida le asignó, y por permitir que su amargura por la falta de hijos ¾que antes de ser amargura fue, sucesivamente, expectativa, ansiedad, tristeza y desilusión, y que con el paso de los años, por fin, se adormeció¾ despertara gracias al escándalo por la hija natural de Lisandro Posada.
            Tanto en las conversaciones de la intimidad como en las públicas, si se hablaba de cualquier aspecto de la familia y se hacía alusión al caso de los Posada¾Jaramillo, Francisco la completaba mentalmente con el suspiro aquel y el respectivo añadido de su propia cosecha: ¡Ay! ¡Quién fuera doña Berta! Para tener de marido a un hombre de verdad, que me llenara la casa de hijos, aunque fueran de otra mujer… A veces, envenenado de odio a sí mismo, para envenenarse más, murmuraba ¡Ay, quién fuera don Lisandro Posada!
La menor referencia a esos vecinos suscitaba en su corazón un vago deseo de matar y comer del muerto.


Chica soñadora


Sentarse con Matilde Castillo en el muro de su antejardín, al amor de la luna, daba categoría en San Bernardo. Por esa razón, el visitante de turno imploraba a Dios que hiciera pasar por allí a amigos y enemigos; por eso, cuando se sabía que alguien estaba visitando a Matilde, ninguno cruzaba por su calle. Era tan humillante estar con ella toda la noche y que nadie lo viera como pasar por su casa y verla con otro.
Mas, no todo eran alegrías con Matilde, en su antejardín: ella podía pasar horas y horas hablando de un príncipe de sus sueños que no tenía nada que ver con uno: si uno había conseguido bicicleta, el príncipe de sus sueños tenía moto; si uno iba a graduarse como bachiller, él era universitario; si en las vacaciones uno iría a un pueblo de Antioquia a acampar con los amigos, él viajaría a Cartagena y se alojaría en un hotel de lujo con piscinas; si uno era moreno como un ídolo prehispánico de barro, el príncipe de sus sueños era rubio y de ojos verdes, levantaba pesas, cantaba y tocaba la guitarra.
Todos, derrotados por un príncipe invisible, terminaban retirándose a los antejardines de otras muchachas que quizá sólo soñaran con un hombre de carne y hueso, tierno y trabajador.
Y Matilde Castillo se fue quedando cada vez más sola. Sola asistía los domingos a la misa de siete de la noche en la iglesia del parque de Belén (nunca fue a la iglesia de San Bernardo, que para su gusto era de segunda categoría); sola iba a las procesiones de Semana Santa; sola jugaba cartas…
Los muchachos de San Bernardo se hicieron hombres y formaron sus propios hogares. Matilde quedó huérfana y en ambas ocasiones fue sola al cementerio; sola iba los sábados a poner flores en las tumbas de sus muertos; sola continuó yendo a la iglesia; sola iba a hacer sus compras al Ley; siguió jugando solitarios; sola vio ajarse su cuerpo y esfumarse su belleza, de la cual queda algo únicamente en mi memoria.
Ahora Matilde gasta las horas sentada junto a la ventana, espiando por las rendijas a los jóvenes que se burlan de la loca del barrio y a los borrachos que atraviesan la noche cantando sin ton ni son, destemplados, ignorantes de que ella existe.





Muñeca Brava


La primera luz de la mañana halla a Candelaria trasegando por entre las mesas del bar San Bernardo, limpiando aquí y allá, puliendo y repuliendo como si diera los toques finales a un mundo que acabara de inventar; la segunda, magnificada por los brillos de la limpieza, la lleva de regreso a su habitáculo en la trastienda. Allí, sentada ante un tocador donde no caben más polvos, afeites, lociones, peinetas, pinzas y ganchos, todo de lo más barato, se da al arte de su embellecimiento; la última luz ve a una mujer de quien se diría que concurrirá a una fiesta.
Candelaria abre las puertas y la primera luz vespertina puebla el local, un salón presidido por un Wurlitzer, las paredes adornadas con retratos de Carlos Gardel, Libertad Lamarque y Agustín Magaldi.
Entonces empiezan a llegar consumidores de gaseosas, café y cigarrillos.
            Pero su verdadero trabajo arranca con la última luz de la tarde, cuando los mayores del barrio llegan allí para charlarse unos tragos y reponerse del combate diario que es su vida.
Candelaria va de un lado para otro haciendo equilibrios con una bandeja de copas y botellas, con un chiste o una canción en los labios, meneándose, convencida de que pese a sus años sigue siendo la Niña Candela, la Muñeca Brava deseada, querida y respetada por los caballeros.
Cada uno de los clientes, seguro de que Candelaria preparó el local, se embelleció y actúa con esa gracia solo para él, la convida a su mesa; en compensación, ella, sin cambiar el rostro, bebe y brinda a su salud y, con la ligereza de una abeja que se separa de la flor sin agotarla, se marcha a otra mesa.
Así mismo habrá de marcharse la tarde de un sábado. Don Roberto, uno de sus enamorados, la hallará doblada frente al espejo, con un vestido que serviría para anunciar un festival de colores, maquillada y a medio peinar, casi sonriendo, muertamente dormida.
La noticia volará:
 ¾¡Murió Candelaria! ¾soplará el viento.
Niños, jóvenes y viejos correrán a mirarla descansar en el catafalco como si esperaran su hora de levantarse y la acompañarán en su recorrido triunfal por las calles del barrio. En la iglesia de San Bernardo, llenos de fervor, la despedirán con versos escogidos del libro de los Salmos y para apurarle el viaje la pondrán en el coche de lujo  de la funeraria, rumbo al cementerio.
Todos la contemplarán por la postrera vez para inventariar cuánto de sus vidas se va con ella y a continuación la dejarán en manos de los ángeles que habrán de llevarla a la ceremonia en su honor en los salones del cielo.
En San Bernardo habrá un sitio menos donde encontrarse con los amigos para charlar y escuchar tangos hasta limpiar el alma.


Reencuentro


Con un liderazgo que ni madame Inés le habría adivinado, la iniciativa y el empeño en localizarnos y comprometernos a participar en un reencuentro muchos años después de andar perdidos de vista unos de otros, fueron de Gerardo Morales, uno que a los quince, merced a su estatura de más de dos yardas, los guasones comparaban con un poste del alumbrado y él, en defensa, para que no lo vieran y lo dejaran en paz, para que no interfirieran en su tristeza como él no interfería en la alegría de ellos, andaba con la cabeza por las nubes.
Del medio centenar que fuimos objeto de la bienvenida a la secundaria por parte del padre Betancur, veintitantos acudimos a la cita. Los demás no se dejaron localizar, o no les interesaba saber nada de nadie y menos que los otros supieran  al respecto de ellos, o tenían compromisos más atractivos o más ineludibles. En fin, ahí estábamos los veintitantos antiguos camaradas en el salón de fiestas alquilado para la ocasión, con vasos de licor en las manos.
Pasando de un corrillo a otro, yo recordaba que la infancia había sido el reino de los bonitos; la adolescencia, el de los avispados; la juventud, el de los que no temían salir al ruedo ni lanzarse al charco a hacer el oso con tal de conseguir lo que querían; y la adultez, el de los intrigantes y los mafiosos. Mientras más al ayer dirigía la vista, más me llovían pruebas de que el pasado había sido siempre el reino de los otros.
Pero los bonitos empezaban a pudrirse y desmoronarse: conmovía verlos, calvos y panzudos, en compañía de sus mujeres jamonas, con una corona de espinas con la inscripción INRI. Conmovía y daba risa. ¿En ese horror paraba la belleza? Costaba creer que fuera tan deleznable la barrera entre la grandeza y la insignificancia. Y de los avispados y los temerarios que treparon e intrigaban para mantenerse en la cima y engordar sus negocios, ¡ni se diga! Ya se tambaleaban: al despuntar, el sol los fulminaba con los rayos de  otra crisis u otro escándalo. A aquellos los requería el hospital ¾y a algunos el cementerio¾ y a estos la deshonra. Unos y otros tuvieron su cuarto de hora, sus quince minutos de gloria. Pero ya se les acababa el reinado y caerían con estruendos de escaparate que rueda por las escaleras.
Yo confiaba a ciegas en mi futuro. Contaba con él como el comerciante cuenta con sus depósitos en el banco. Mi esperanza era llegar a los cincuenta años como a un paraíso. No veía la hora de empezar a cosechar los frutos de la campiña que por cuarenta y cinco años había abonado y cultivado con paciencia. Se me aguaba la boca al imaginar ese futuro, cuando me dedicaría a holgar y a darme el gusto. El lunar de mi futuro era que no comenzara al instante y yo tuviera que esperar. Así queda dicho todo.
Sin la esperanza de llegar al medio siglo como a un paraíso, no habría sobrevivido. Sin esa esperanza quién sabe qué cafre sería. No me pondría con escrúpulos que nadie agradece. Sembraría cizaña, codiciaría los bienes del prójimo y desearía a su mujer, y lo despacharía para quedármele con todo.
Ese paraíso florecería y fructificaría pronto. Ya llegaría su hora. Ya se aproximaba. Ya venía. Un poco más, otro esfuerzo y lo tendría ante mis ojos, a la mano. Esa había sido mi esperanza. Y lo seguía siendo.
Si el ayer fue el reino de los otros, el mañana sería el mío. El futuro era promesa de redención: a los otros los esperaba la podredumbre, el desmoronamiento y la deshonra, un valle de lágrimas, por así decirlo; a mí me esperaba el paraíso.
No entendía que los otros soportaran la vida sin la promesa de un paraíso y con la amenaza de un valle de lágrimas, ni que no corrieran a arrojarse por un precipicio, y no sabía si compadecerlos o admirarles su estoicismo. Sin la esperanza del paraíso yo no habría sobrevivido ni la infancia. Mas, la desesperanza, si es ajena, es muy llevadera.




Es tarde en San Bernardo


Los carros recorren como un látigo la Avenida 76. Un anciano, de pie en la acera, mira a una muchacha que se dispone a cruzar la calle. ¡Cómo hay de carros, Dios mío!, piensa.
La muchacha, en cambio, piensa que debe llegar pronto a su apartamento para ver el noticiero: no se quiere perder el informe sobre el cuerpo mutilado descubierto en una zanja junto a su edificio: los niños que por la mañana iban a esperar el bus del colegio lo vieron y despertaron al vecindario con sus llamados fúnebres.
Es tarde en San Bernardo. Un frío inaudito ronda las calles. El anciano mira correr a la muchacha y se queda escuchando el campaneo de sus tacones. ¡Cómo hay de carros!, piensa nuevamente, y vuelve a su casa a paso de tortuga.
San Bernardo es una Torre de Babel. Cada uno camina su propio camino envuelto en el hielo propio. ¿Adónde llegaremos? ¿Podremos invitar al hijo a asomarse a la ventana, sin sentir vergüenza? ¿Qué llevaremos a la eternidad?



José Libardo Porras Vallejo



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